En defensa de la telebasura y el bodrio evidente

Varios son los ciudadanos que, a través de plataformas online de recogida de firmas y bajo el  lema de “No a la telebasura”, “Sálvame de la telebasura” y similares, arremeten contra un conjunto de programas televisivos que han hecho del esperpento y los personajes bizarros su seña de identidad. Así, son ejemplos recurrentes los espacios “Hombres, Mujeres y Viceversa”; “Sálvame” y su spin-off de los sábados noche “Deluxe”,  junto con una creciente colección de contenidos de telerrealidad iniciada con “Gran Hermano”.

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Exclusivas en Sálvame. @ Nvivo. Flickr

Es comprensible la indignación de estos ciudadanos de bien ante el contenido de estos productos: discusiones en las que el tono de voz supera con creces el límite de decibelios; decorados y vestuarios horteras que hieren la retina; unos presentadores que a la primera de cambio manipulan los testimonios de los participantes para transformarlos en melodramas y sobre todo, una fauna de personajes ignorantes, agresivos, extremos, dispuestos a mostrarse sin pudor si a cambio consiguen un espacio en la industria televisiva. ¿Obviedades? Sí. Más aún, de estos defectos, se hace virtud.

Y sin embargo, se miran

El concepto de trash culture se acuña en el Reino Unido para diferenciarla de la “cultura popular”. Se concreta en los tabloides sensacionalistas, la cultura de fútbol y hooligans, el humor grueso, las borracheras, y ya en televisión, los programas de telerrealidad. A un nivel más alto, se sitúan los contenidos generalistas: los informativos o  las grandes producciones cinematográficas, por ejemplo. Y por último, justo en el polo contrario a la “cultura porquería” se hallaría la  alta cultura: artes experimentales, aproximación a la tradición artística desde una posición crítica, información basada en el análisis de diferentes fuentes, y, atención, un fuerte relativismo moral.

“Gafas de pasta” Guillermo Varela. Flickr. Un asistente a la feria Arco observa a una artista.
“Gafas de pasta” Guillermo Varela. Flickr. Un asistente a la feria Arco observa a una artista.

 

¿Es quizá este último punto lo que hace que determinadas personas, consumidoras habituales de este último nivel de contenidos, también disfruten con la telebasura?  Tómese un ejemplo real:  R. Directivo de empresa, mediana edad. Asiste con regularidad a obras teatro en sala pequeña y a la filmoteca, lee ensayos y recorta artículos de opinión de gente como Ramoneda. Sin embargo, el sábado por la noche, R. no se pierde un Deluxe.

¿Tiene R. una desconexión temporal en su gusto? ¿emiten los plasmas algún tipo de onda hipnotizadora que como un mantra recita “sigue a Jorge Javier, Belén Esteban “rules””?

Es esta una tendencia más habitual de lo que se querría pensar. Pues  si bien es cierto que la cultura basura ha llevado al extremo lo kitsch, una categoría estética que se define y encuentra su identidad en el mal gusto ; la fascinación por lo feo, por lo deforme, no es nueva.

Figuritas de porcelana, summum de lo hortera. Beck Gusler. flickr.
Figuritas de porcelana, summum de lo hortera. || Beck Gusler. Flickr.

El debate estriba, principalmente, en cómo se mira. Y a veces, si la fealdad es aberrante implica contar con una mejor defensa ante ella. Hágase una analogía con el mundo de la industria alimentaria. Todos estos programas son como una pizza congelada de triple queso, como una bolsa de riskettos. Excesivos, zafios, cutres. Y a la vez, honestos, porque no pretenden ser otra cosa que lo que presentan. Tanto, que R puede acercarse a ellos gracias a una arma cargada de poder: la ironía.

La ironía, en tanto que paradójica unión de contrarios, elude las verdades absolutas, reivindica la libertad de espíritu de acercarse de manera distinta a la realidad. Implica distancia, sospecha y sentido del humor. Más que eso, la ironía tiene mucho de mala leche. Es, sin duda,  uno de los instrumentos más afilados con el que se puede contar para luchar contra el poder establecido y sus mensajes unívocos.

Porque desconfía, la visión irónica no se casa con nadie. Y por eso, hace falta echar mano de ella habitualmente, y sobre todo cuando el lobo lleva piel de cordero. Por ejemplo, tómese una de esas series para todos los públicos, como “Velvet”.  El mismo público crítico con los tronistas y sus amoríos posiblemente acepte sin juicios un programa presentado para todos los públicos. Televisión blanca e ¿inocua? Si se profundiza en su historia y desarrollo de los personajes se transmiten en él una serie de valores retrógrados en la representación de la mujer .

Otro ejemplo, en otros estilos de contenido, es el añejo programa de prensa rosa “Corazón, corazón”. Transmite, con tono benévolo, cómo los afortunados nuevos ricos, la aristocracia y los nietos del dictador se toman un cóctel o montan a caballo.

Véase, por último, el futbolista de turno presentado como un héroe épico,  role model  por antonomasia de la chiquillería, anunciando natillas, desodorantes y póker online.  Y déjese a un lado a los informativos, cuya manera de narrar las noticias da juego para un artículo por sí solo.

En resumen, la lista de contenidos sospechosos es mucho más insidiosa que el color chillón de los decorados basureros. Y lo peor de la mayoría es que no se les ve venir. Siguiendo con la analogía alimentaria, todos estos productos son las patatas lights, las bebidas supervitaminadas que se comen tu grasa y te quitan el colesterol. Parecen pero no son, y se cuelan sibilinos en nuestra despensa inconsciente de creencias y valores . Aunque loable, reivindicar que la televisión sea un agente de socialización en positivo implicaría precisamente que fuera el reflejo de una sociedad ideal que lamentablemente no existe. La metáfora de la televisión como una ventana al mundo es clásica. Pues bien, precisamente es este mundo el que se está mirando: caricaturizado, deformado, o escondido. Si no se apaga el interruptor, no queda otra que separar el trigo de la paja, y sobre todo, reírse, reírse mucho, de lo que uno se encuentre.

«I find television very educating. Every time somebody turns on the set I go into the other room and read a book.»

Groucho Marx