“Antes que nada, Don Quijote de la Mancha, la inmortal novela de Cervantes, es una imagen: la de un hidalgo cincuentón, embutido en una armadura anacrónica y tan esquelético como su caballo, que, acompañado por un campesino basto y gordinflón montado en un asno, que hace las veces de escudero, recorre las llanuras de la Mancha, heladas en invierno y candentes en verano, en busca de aventuras”.
Una novela para el siglo XXI. Mario Vargas Llosa
Cuando se agotan las palabras, quedan los románticos dibujos de Gustave Doré. Sus paisajes, sus cielos. Las lunas desquebrajadas, los claroscuros que iluminan cada personaje y, en definitiva, los trazos casi mágicos de sus dibujos que, de la mejor manera posible, han sabido representar la figura del Caballero de la Triste Figura y su deambular por las llanuras de la Mancha, sobre las que cabalga junto a Sancho persiguiendo aventuras e ideales.
Doré, en pleno siglo XIX, recorrió España a través de los lugares más cervantinos en busca de inspiración. Sus ilustraciones, tal y como hiciera el novelista español, tienen la virtud de sumergirnos en la supuesta locura de Don Quijote, uno de los mejores homenajes que se han hecho nunca a la ficción.

Porque el célebre libro de El Quijote es realidad a través de la ficción, pero también un precioso tributo a la literatura. Las propias novelas de caballería se convierten en la herramienta central de la historia. La necesidad de evadirnos de la realidad y perseguir los sueños constituye la propia personalidad de don Quijote. La ficción, después tan borgiana, acaba inundándolo todo hasta sumergir en ella al resto de personajes, aún sin ser conscientes de ello.
Las ventas, inseparables del paisaje de España, tal y como las definió Azorín, se convierten en el mejor escenario donde se entremezclan los personajes, se suceden las aventuras e incluso se escuchan las historias, tan lejos y tan cerca de la casa de campo toscana donde Bocaccio enmarca sus cuentos de la peste. Y, sobre todo, la novela se convierte en ese lugar común donde todo cabe y donde Cervantes reúne revueltos sus recuerdos, su propia historia y sus invenciones, hasta trazar un maravilloso reflejo de la España de la época y de la España que, en tantas cosas, sigue aún vigente. Siempre con la literatura como reflejo de la vida, o viceversa, tan inseparables en la mayoría de las ocasiones.

Y, en esa unión, al caminar sobre las páginas de El Quijote nos adentramos en la propia figura de Cervantes. Si la ficción, la locura o el idealismo son los rasgos que mejor definen al universal e ingenioso hidalgo manchego, la derrota y el olvido nos sirven para definir la historia del propio autor, tan lejos de la gloria en vida y, a pesar de todo, tan lejos del verdadero reconocimiento merecido en los siglos posteriores, sobre todo, por nosotros mismos. Hasta el punto que, tal y como le ocurrió a su creador, don Quijote parece convertirse desde el principio en la viva imagen del perdedor y de la soledad del héroe olvidado, tan confundidos autor y personaje.
Como tantos otros genios, Cervantes, alejado siempre del reconocimiento que mereció, murió enfermo, pobre y olvidado. Y tras fallecer en su casa de la calle León de Madrid, situada junto al mentidero de los representantes, su cuerpo, con la cara descubierta y vestido con el hábito de la Orden Tercera de la Santísima Trinidad y de los Cautivos, fue llevado a enterrar al vecino y modesto convento de las Trinitarias, acompañado por un séquito tan pequeño en el que solo hubo cabida para algún familiar, algún vecino y los hermanos terceros de la orden. Muy lejos de los círculos literarios de la época y de enterramientos tan multitudinarios como el de Lope de Vega, extendiendo incluso el silencio y el anonimato de sus propios huesos hasta nuestros días. Todo ello tan novelesco.
Ahora, con motivo del cuarto centenario de su muerte, los actos en su homenaje se han celebrado en nuestro país a través de una agenda cargadísima de actividades pero que, al tiempo, nos obliga a reflexionar sobre si el olvido que encarnó Cervantes sigue demasiado vigente en nuestras calles. Tan diferente a la manera que Londres y los propios británicos viven, conocen y celebran la figura de su Shakespeare, inmerso estos días en similares celebraciones.
No en vano, resulta imposible no reconocer el Dublín de Joyce, el París de Balzac, la Lisboa de Pessoa o el Londres de Dickens o de Shakespeare. Pero en cambio, a duras penas somos capaces de dibujar el Madrid de Cervantes, pese a que su figura y su obra, esa que, en realidad, tan poca gente lee, sean reconocidas por todos como una de las capitales de la literatura universal.

Tras la lluvia del pasado 23 de abril, lejos de las multitudes, allí donde la literatura siempre encuentra su propio espacio, la ficción del teatro se llenó de realidad e historia. Un cortejo fúnebre recorrió las calles del madrileño barrio de las Letras desde el Teatro Español, antiguo Corral del Príncipe, hasta el convento de las Trinitarias Descalzas en forma de sencillo tributo al escritor, a la luz de las velas y bajo el sonido festivo de la música, en el mismo escenario en el que se escribió la historia hace cuatro siglos.
Pero volviendo a la realidad que se esconde detrás de la ficción, el fallecido Jacinto Herrero Esteban, uno más de tantos profesores de provincias y poetas olvidados que pueblan nuestra geografía, nos recordaba en El caballero del verde Gabán que “se olvida con frecuencia que la segunda parte de El Quijote se escribe muy cerca del tiempo de la muerte de Cervantes. Es decir que, al igual que El Persiles, esta última salida de don Quijote está tocada, se quiera o no, de melancolía”.
Pasados todos los festejos y más allá del ruido de las últimas semanas, el tiempo nos seguirá diciendo que continuamos empeñados en seguir matando a Cervantes. Un buen momento para recordar que, cuatrocientos años después, todavía a contracorriente y con el mismo silencio de los funerales que pasan desapercibidos, el mejor homenaje es abrir las páginas de El Quijote y disfrutar en ellas a su autor, siempre tan presente en el idealismo, la melancolía y el derrotismo de su propio personaje.