Servando Rocha preguntaba a los lectores de La facción caníbal (Felguera Ediciones, 2012) si acaso el atentado contra las Torres Gemelas de 2001 no había sido un maravilloso espectáculo audiovisual. Hoy los vídeos más reproducidos en los periódicos digitales son aquéllos que muestran la violencia en su forma más explícita. El constructor que dispara tres veces en Buenos Aires al atracador que se acercó a él con una granada en la mochila; los niños de Estambul que tocan la guitarra mientras en la distancia oscura de la noche se puede ver la explosión de un coche bomba; los rehenes escapando (algunos arrastrándose cadáveres) de la sala Bataclan en París; o el adolescente marginado que sale de un centro comercial en Múnich pegando tiros.

Antes de todo eso, en los años setenta, surgió un movimiento cultural bajo el estandarte de los Ramones, los Dead Boys, los Voidoids, los Sex Pistols, The Clash, los Buzzcocks y otras muchas bandas de música. Hoy lo llamamos punk y es una moda vacía. Por supuesto que aún existen seguidores del movimiento original, devotos y totalmente consecuentes, pero después de casi cincuenta años podemos decir que el punk está muerto. Fue una corriente de palabras crudas, de acciones sociopolíticas con fuerza y empuje, de pensamientos críticos hacia una sociedad en crisis económica y filosófica. Fue algo necesario, claro que lo fue. Pero el paso del tiempo y el devenir de nuestra historia reciente lo capitalizaron y pasó de ser un elemento de contracultura a otro pilar más de lo pseudoalternativo.
El punk siguió, años después, el mismo camino que la corriente hippie había dejado marcado, pues un movimiento violento y radical no tiene sentido en nuestros días. La violencia está cómoda con nosotros y nosotros con ella, desde los puestos más altos de gobierno hasta el más simple debate en nuestras casas. Las jerarquías y el capital son la forma más disimulada de violencia.
La violencia se expande
La violencia se está expandiendo, aunque eso no es algo nuevo. La noticia ahora es que la violencia se está, además, domesticando. Ese término, «domesticar», lo hemos entendido siempre como el proceso por el cual nosotros los humanos, los benevolentes amos del planeta, nos hacemos con los encantos de algún sujeto animal inferior. Domesticamos a nuestras mascotas, domesticamos fieras en el circo, domesticamos animales que previamente han sido abandonados porque otros de nosotros no han conseguido domesticarlos antes. Es, de alguna manera, perder la esencia animal, lo natural que hay en ello. El punk, cuando se domesticó, comenzó a morir. PUNK IS NOT DEAD no es una consigna de fuerza presente, sino un recuerdo de tiempos mejores.

Pero domesticar también se explica como el camino por el cual algo, en este caso la violencia, se mete en nuestros hogares y se convierte en cotidiano. Los atentados terroristas, religiosos, aislados o machistas, ya no son sucesos excepcionales en nuestra vida, y cada vez se llevan a cabo de maneras más crudas y cotidianas. Hace quince años fueron aviones que se estrellaban en rascacielos; hoy son camiones arrollando un mercado navideño, o un niño americano entrando a una sala de cine con una escopeta.
No me desentiendo de la historia reciente: sé que no es algo que venga ocurriendo solo en los últimos tiempos. Pero ahora que no ponemos tanta atención a las liturgias católicas apocalípticas, aunque quizá en Estados Unidos sí, viendo lo ocurrido en las últimas elecciones, en lugar de sentir el miedo de tener la violencia a gran escala cerca de nuestras casas, nos dedicamos a mirar. A grabarlo con nuestro teléfono. A contarlo. Porque la violencia ha dado un salto del televisor a las calles y nosotros no hemos notado la diferencia.
Y es que el problema no es ese, ya que la violencia es algo siempre explícito en la condición humana y animal. Una cualidad que nos ha dado, de cierto modo, la supervivencia. El problema es que no solo nos dedicamos a mirar, también aplicamos la justicia con nuestra mano en el día a día. La violencia que nosotros miramos es la violencia que otros como nosotros provocan. Nosotros creímos en Mandela y condenamos el apartheid. Nosotros vimos ascender a Hitler y nos lamimos las heridas de la culpa en secreto. Nosotros estamos gestando a Trump. Nosotros creamos el punk, cuando el punk fue necesario, y nos aferramos a él cuando ya no había nada donde agarrarse. Porque el punk fue una reacción humana, radical y violenta; y todos nosotros, sin distinción alguna de religión, raza, sexo o lugar de origen, somos humanos, pero también animales.
¿A quién le interesa hablar hoy de movimientos filosóficos? El punk fue uno de ellos, pero hablar de su teoría y fundación hoy sería gritar en una catedral vacía: solo escucharíamos el eco de nuestra voz. La sociedad no nos invita a pensar, a cultivar la mente, a debatir sobre el rumbo que estamos tomando. La sociedad lo único que hace es encendernos el televisor. Y esa es la razón de por qué el punk se fue a la mierda: porque hoy no nos serviría para nada.