En Viena, en los pasillos del palacio Belvedere, es común ver llegar un grupo numeroso de visitantes que, comandado por un guía que dirige su avance, se apresura determinado a su objetivo. A su paso, la mayoría de las obras, como en todos los buenos museos, pasan inadvertidas. Con suerte se hace una parada breve en un cuadro de Egon Schiele, pero por poco tiempo. El destino está claro. Al fondo de una sala, en una posición destacada por los focos, luce rutilante El beso, la pintura más conocida de Gustav Klimt.
Numerosas personas se agolpan cada día delante de la obra del pintor austríaco y alzan ante ella las manos armadas con smartphones, tablets y cámaras digitales, una escena que se repite en otros museos del mundo ante La Gioconda, el Laooconte y sus hijos o el Guernika. El incesante disparo de instantáneas se asemeja a las ruedas de prensa o los posados de las celebridades, en los que el público se apelotona expectante por captar la imagen del famoso de turno.
Aunque las imágenes obtenidas bien se podrían encontrar, con superior calidad, en la propia web del museo, lo cierto es que la foto ajena escamotea el momento de gloria que ahora se ofrece al espectador. La experiencia estética no acontece y, en su lugar, se genera una interacción basada en la obtención de la prueba. Algo tangible que demuestre el «estuve allí» y que pueda ser compartido, cuanto antes, en las redes sociales.

Aún más, muchos dan la espalda a la obra y posan ante ella sin contemplarla más de unos segundos. Dedican más tiempo a evaluar el resultado en la pantalla: esto es, si han quedado favorecidos o si el juego ocurrente de ilusión óptica ha surtido efecto. Y de nuevo comparten el resultado en las redes sociales con el hashtag #museumselfie, un enorme surtido de composiciones en las que la obra artística pasa a ser un chiste, al estilo de L.H.O.O.Q. de Duchamp, solo que sin su ironía.

Para algunos esta es una, entre otras, de las maneras más flagrantes de arruinar una visita a un museo. El ejercicio narcisista de situarse al lado de la obra y desplazarla como fondo decorativo es ejemplo de una sociedad basada en las apariencias y en la copia continua de los comportamientos de los otros.
El aura perdida
El filósofo y crítico alemán Walter Benjamin propuso el famoso concepto de «aura» para definir ese algo intangible, irrepetible, y por tanto irreproducible, de la obra de arte. Así la describía con una de sus potentes metáforas:
«El entretejerse siempre extraño del espacio y el tiempo; la aparición irrepetible de una lejanía, por más cerca que esta pueda hallarse.»
Benjamin, marxista confeso, denunció en los años 30 del siglo pasado la producción masiva como vía de destrucción del aura de cualquier objeto. Para Benjamin, la experiencia estética está intrínsecamente ligada al contacto con el aura de la obra de arte.
La experiencia estética, entendida como la satisfacción que produce la pura contemplación de una realidad, solo se puede obtener ante la obra original y auténtica. La singularidad de la pieza artística es necesaria para crear este efecto; solo se puede abarcar en el «aquí y ahora» en su presencia única e insustituible. No obstante, el objeto artístico genera, indefectiblemente, una distancia: la que se da entre el momento en que fue concebido y el de ser contemplado. Es la lejanía a la que se refiere Benjamin. Este juego de referencias solo es posible en el acto de la contemplación directa de la obra.
Por ello, al intermediar con un dispositivo; una cámara de fotos, por ejemplo; y reproducir la imagen de la obra que se tiene delante, se está rompiendo esta relación última, personal e irrepetible. Lo que se tiene en la pantalla es otra cosa, es una especie de cáscara de nuez que tranquiliza la conciencia del hombre-consumidor que atesora bienes. Un consuelo cobarde que se convierte luego en puzle, en taza de café o en camiseta.

Otras maneras de acercarse
La ubicua presencia de la tecnología, de Internet y de las redes sociales puede utilizarse en positivo. Por ejemplo, permite acercarse al arte de forma creativa gracias a la fotografía, pero no como reproducción zafia sino a través de la acción creativa que permite un uso adecuado de la cámara.
Es esta una opción interesante si se entiende el museo como posible realidad interpretable a nivel creativo. Ahora bien, como simples espectadores, como visitantes de un museo, el primer paso debería ser más esencial. Cuesta eliminar la protección del objetivo y enfrentarse sin comodines a lo que resulta incomprensible. La experiencia estética se rechaza o se teme porque se vive en una sociedad en la que lo material ha impregnado hasta el último resquicio de la vida. Se quiere que todo sirva para algo. Que de toda acción surja algo provechoso.
No obstante, la experiencia de una obra de arte es puro presente. Es inabarcable e irreductible a una foto o una frase o, incluso, a una explicación, aunque sin duda ayude contar con claves sobre el contexto y la tradición. Pero aun sin eso, nada impide hacer lo más simple: mirar.
«Seeing is metamorphosis, not mechanism.»
(Mirar es metamorfosis, no mecanismo)