Hay un consenso generalizado en la comunidad neurocientífica en cuanto al tiempo que transcurre entre el momento en que el cerebro humano da la orden de actuar y aquel en que el órgano receptor ejecuta esa orden: medio segundo. El individuo es capaz de ser consciente de la orden 0,3 segundos más tarde. Si la aritmética no falla, solo le quedan 0,2 segundos para modificarla o anularla.
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Recuerdo con asombrosa precisión la primera vez que vi a Walter Alexander, recién llegado a nuestro país, sobre las cuatro de la tarde de un bochornoso día de julio, en el aeropuerto del Prat de Barcelona. Esa fue la primera vez que lo vi en persona, porque conocerlo, ya lo conocía, y más que de sobra, gracias a las muchísimas conversaciones que habíamos mantenido su padre y yo acerca de él.
Apenas apareció, en la sala de recogida de equipajes, avanzando torpemente entre los demás viajeros del vuelo AV0018 procedente de Quito, vía Bogotá, lo reconocí de inmediato.
Era un muchacho de mediana estatura, de complexión más bien robusta y ligeramente cargado de hombros. Entrado en carnes, muy moreno. Vestido con un vaquero de esos que se pusieron de moda a principios de siglo, demasiado ancho, demasiado raído y demasiado bajo de cintura, y una camiseta Nike falsa de amplísimas mangas y faldones remetidos estratégicamente solo en ciertos puntos del grueso cinturón de cuero salpicado de tachuelas metálicas. En los pies, unas deportivas tan falsas como la camiseta, con las que habría sido absolutamente imposible hacer deporte, por sus desproporcionadas suelas de goma y porque los cordones estaban completamente desanudados. Encajada hasta las orejas y vuelta hacia atrás, una gorra de visera roja que apenas lograba esconder unos cuantos mechones sueltos del flequillo, lacio y brillante, sobre las pobladas cejas. Y, rodeándole la nuca, como ajorca de exageradas dimensiones, la diadema caída de unos cascos que le cubrían las orejas. Nada de singular para un joven de su edad.
Mientras se aproximaba a la puerta de salida, pertrechado tras el carrillo que soportaba sus maletas, lo entrevimos trastear algo, seguramente el reproductor de música, y acto seguido levantó la mirada y la dirigió sin vacilar hacia nosotros. Debo confesar que, por un momento, se me heló la sangre frente a aquellos ojos de un color negro imposible, oscuros como la noche, profundos como el más profundo de los abismos y vacíos e inexpresivos como la misma muerte.
Francisco no pudo contenerse y corrió, en el acto, a su encuentro.
Había pasado años esperando aquel instante. Casi tantos como los que habían transcurrido desde que abandonó su país, apenas concluidos los noventa, para venir a España con un visado de turista y el decidido propósito de quedarse.
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Francisco Fonseca había nacido en Quito, en 1964, en el seno de una familia de serranos de la provincia de Pichincha, que se había instalado, una década antes, en los suburbios de la capital. Era el menor de seis hermanos que habían salido adelante trabajando desde muy niños en el taller familiar de reparación y reventa de herramientas, de aparatos eléctricos y de neumáticos. Había padecido en primera persona los rigores de los convulsos años setenta en su país y, luego, los difíciles ochenta, sembrados de conflictos militares y con una crisis económica que había sumido a las clases modestas en la miseria. Y había sobrevivido.
A los veintisiete años, aprovechó el Plan de desarrollo rural, implantado durante la presidencia de Borja Cevallos, para establecerse en la localidad de Uyumbicho, en el cantón de Mejía. Pudo hacerse con una pequeña parcela en una explotación agrícola y aprendió a trabajar la tierra. Siempre le pesó no haber tenido acceso a un mínimo de instrucción y no haber adquirido más conocimientos, ni contar con otras habilidades que las del trabajo de sus manos, pero se dijo que, ahora sí, podía ser un hombre digno de tener familia y ser capaz de dar sustento a los hijos que vinieran. Se dijo que podría tener uno o dos chiquitos y mandarlos a la escuela y que aprendieran una profesión. Y, qué demonio, se dijo que ya era hora de encontrarse una hembrita con la que compartir los primeros frutos dulces que le brindaba la vida, después de tantos años de penurias.
Fue entonces cuando conoció a Rosa Isabel.
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―¡Caracho, muchachito! ¡Usted sí se me puso garboso! ¿Y todo ese equipaje que me trae? Déjeme, no más, que ya le ayudo. Míralo, aquí, Gloria, a mi muchacho. Igualitico que su madre me salió. ¿Ya la llamaste? Ahora, si no, recién lleguemos al departamento, que allá debe ser aún bien temprano y capaz que todavía no se levantó.
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Rosita. ¿Qué estaría haciendo ahora?
Francisco había contado decenas de veces cómo había conocido a su mujer. Como si el suyo hubiera sido el más romántico de los encuentros, cuando, en realidad, había ocurrido por un motivo tan poco poético como un dolor de muelas.
Por aquel entonces, Rosa ya había dejado la escuela y se había puesto a trabajar, como ayudante del licenciado, en el dispensario médico. Era diestra, aprendía rápido y tenía muchísima mano izquierda con los pacientes. El doctor estaba satisfecho de tenerla a su lado. Al principio lo había pasado mal en algún que otro caso: al coser una herida o al desinfectarla, al ayudar en una punción o al asistir a alguna parturienta. Pero el verdadero desafío había sido enfrentarse a la desgracia ajena, al sufrimiento de sus vecinos, de sus comadres, al dolor, a la muerte. A los veintiún años, Rosita se había convertido en una mujer curtida. Menuda como era, frágil en apariencia, había hecho acopio de fuerza y de experiencias para afrontar la vida. Y cuando Francisco se cruzó en su camino, vislumbró una promesa de felicidad y quiso saber más. Después, cuando la invitó a ser su amante y compañera, se dijo y le dijo que sí, con convicción. Para entonces ya habían empezado a construir juntos todo un proyecto de futuro. Pero el futuro, por definición, es incierto.
El día en que se vistió de blanco, Rosa Isabel Mendoza tapió cualquier puerta a un porvenir que no fuera el de fiel esposa y devota madre.
Apostó, fiando en la maternidad, a todo o nada.
Y fue nada.
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―Si queréis ya voy pagando el parking ―les hago esta propuesta un poco para romper el espeso silencio que se ha instalado entre padre e hijo―. ¿Nos vemos directamente en el coche? Francisco, tú te acuerdas de donde lo hemos dejado, ¿verdad?.
―¡Pues cómo no! Véngase por aquí, Alex.
Mientras atravieso los asépticos pasillos hacia la caja-máquina me voy preguntando qué se pueden decir en este momento. Qué se deben decir dos personas tan cercanas y a la vez tan extrañas. Qué se debe sentir al abrazar a un hijo por primera vez. Qué puede significar el amor de un padre a los catorce años.
Porque Walter Alexander aún no tiene catorce, pero los cumple a principios de septiembre: el 9 del 9. A él le encanta la fecha de su cumpleaños.
Su padre siempre le ha dicho que fue una bendición, el hijo tan esperado que por fin se decidió a venir al mundo.
El único problema fue que escogió mal esa fecha que a él le gusta tanto. Tal vez cinco o seis años antes. Tal vez uno solo. Ni siquiera. Unos meses. Bastaba con que Francisco hubiera sabido de su existencia antes de organizar el viaje. Y de marcharse.
Pero, hasta donde él sabe, su padre ya había tomado la decisión, al acabar el año 1999. Casi nueve meses antes de que él naciera.
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Aquel año 1999 fue distinto. No se hablaba de otra cosa que del cambio de milenio y circulaban historias grotescas y truculentas, falsos profetas, mesías de tres al cuarto, pseudocientíficos y videntes, curanderos, predicadores, oportunistas que pretendían hacer negocio con la ignorancia ajena.
Y en medio de aquella excitación generalizada, Francisco padecía su propia agitación interior.
Desde hacía un poco más de un año todo había comenzado a ir realmente mal. Quizá por culpa de esa crisis de la que todos hablaban. Se daba cuenta de que su trabajo apenas le alcanzaba para salir adelante y reunía con dificultad la plata necesaria para ir sufragando las deudas que había tenido que contraer cuando invirtió en la compra de maquinaria, de abonos, de semillas. No entendía muy bien por qué ahora era tan difícil salir adelante. Tenía la impresión de que los pocos sucres que sacaba de la venta de sus productos no le bastaban ni siquera para lo más básico. Se sentía pobre y fracasado.
A lo mejor por eso tampoco su esposa era feliz. A lo mejor por eso, a pesar de haber transcurrido más de cinco años desde el matrimonio, todavía no habían conseguido concebir aquellos hijos tan deseados.
Francisco ya había cumplido los treinta y cinco y en ese fin de siglo se convenció de que su país no podía ofrecerle otra cosa que sinsabores y miseria, de que allí nacía muerta la esperanza. Había oído hablar de los miles de ecuatorianos que empezaban a emigrar a Europa y en su cabeza la idea de España empezó a concretarse en forma de generosa madre de pechos rebosantes, capaz de alimentar a nuevos vástagos de aquellas lejanas tierras.
El 31 de diciembre de 1999, después de la cena, Rosita dijo que no le apetecía ir a celebrar la llegada del nuevo año, porque, según ella, no había nada que celebrar. Que prefería ir a dormir. A él no le sorprendió. Ni siquiera se sintió responsable. Hacía tiempo que se había librado del peso de la culpa cuando miraba a su mujer y veía la infelicidad que le manaba a borbotones por los ojos y en forma de amargos reproches ahogados en sollozos.
Le deseó felices sueños y salió a la noche, al revuelo de la fiesta y al aire fresco que le permitía respirar, fuera de la atmósfera asfixiante de la casa.
En la plaza principal, cohetes verbeneros. Aroma de asado, humo, luces, farolillos de papel, jugos, alcohol, mucho alcohol. Demasiado para Francisco, que acaba con su inhibición, proclamando a voces que se marcha, que ha llegado la hora de hacer fortuna. Demasiado alcohol o demasiada frustración para fingirse indiferente cuando Ligia Daniela se le acerca, casi rozándole el costado con unos pezones erectos, oscuros y compactos, bien dibujados bajo el vestidito azul turquesa; cuando lo rodea con ambos brazos y le susurra, los labios cálidos y carnosos a unos milímetros del lóbulo de la oreja:
―Llévame contigo.
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―Gloria ha sido como una hermana para mí durante todo este tiempo. Ni bien había comenzado a trabajar en el bar de Ernesto y fue que la conocí. Yo andaba perdido y ella siempre estuvo ahí, aconsejándome, echándome una mano a cada vez que me hizo falta. Gracias a ella me encontré el departamento y me arreglé los papeles, hace ya unos cuanticos años, cuando la regularización del presidente Zapatero. Gracias a ella me saqué la nacionalidad y luego pudimos tramitar la tuya.
―¿Y mi mamá?
―Ay, mi hijo, que ya se lo he explicado. Que para su mamá no se puede. Además, ya lo sabe, que su mamá no quiere venir conmigo.
―Fue usted el que nunca quiso.
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A lo largo de todos estos años Walter Alexander ha aprendido a convivir sucesivamente con distintas imágenes de un padre inexistente: primero, el padre misterioso, del que no saben nada ni él ni su madre; un padre que ignora que es padre. Más tarde, un padre en la distancia, porque Ligia Daniela consigue localizarlo, preguntando acá y allá, y Francisco asume su paternidad, reconoce al muchacho y se compromete a enviar dinero regularmente para costear su educación y para alimentarlo. Con el tiempo, el padre lejano va convirtiéndose en promesa de otra vida, en esperanza, y Walter Alexander concibe un sueño de familia unida en esa especie de nueva Arcadia de la que su madre no deja de hablar. Arcadia que, inesperadamente, un día les cierra las puertas, dando la razón a quienes se han venido mofando de las aspiraciones de Ligia y del muchacho. A quienes lo desprecian por ser diferente. A partir de entonces el padre se convierte en una especie de figura inaccesible pero omnipresente, que lo anima a estudiar y a ayudar a su madre, al que no puede perdonarle su abandono, pero al que tampoco consigue odiar. Mil veces se ha prometido a sí mismo que un día habrá de vengarse de ese padre inexistente, misterioso, ausente, lejano. Pero cada vez que se conecta con él, a través de Skype, percibe, casi a su pesar, un cierto calor que Francisco irradia, una luz invisible que lo conforta y lo abraza.
Cuando su padre le anuncia que su expediente se ha resuelto, que ya tiene la nacionalidad, que su madre está de acuerdo para que vaya a vivir con él a España, entiende que ha llegado el momento de la verdad.
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Me aproximo lentamente al coche, con el tique recién pagado, y los distingo, de lejos. Están de pie, el uno frente al otro, han empezado a intercambiar palabras. Aún no los oigo, no estoy suficientemente cerca, pero veo que Francisco mueve los labios. Walter me da la espalda.
Casi en el acto, el chico mete la mano en el bolsillo trasero derecho de su pantalón y saca una navaja, que abre sobre la marcha. Un movimiento prácticamente imperceptible parece querer impulsar el brazo hacia delante, pero Walter se para.
Cuestión de décimas de segundo.
Menos de dos.
Después, lentamente, la misma mano que obedeció al impulso primero, pliega cuidadosamente la hoja afilada, siempre amparada por la impunidad que le confiere haberse mantenido a la espalda.
Yo decido detenerme y esperar. Disimular, como si no hubiera visto nada.
Y entiendo que estoy frente a un caso inequívoco de corazón heliotrópico.
Único, milagroso.
Un caso de manual.
Pasados unos segundos, aparezco:
―Vamos, Walter ―le digo, aún temblando―. Bienvenido a casa.