Los emigrantes sentimentales existen. Es cierto que su causa no resulta heroica como la de otros emigrantes. Puede ser cool, pero no épica, o al menos no suele ir acompañada de grandes dramas dignos de contarse con fondo de violines y trompetas.
Nada tienen que ver con los emigrantes económicos, mártires de nuestro siglo, que atraviesan alambradas de espinos y desafían a los mares con lanchas de juguete. Ellos huyen de la sequía y la hambruna que amenazan con quedarse mucho tiempo royendo sus casas y agrietando sus talones desnudos en la arena, entrando en sus maizales en forma de plagas o huracanes, aplastando sus cultivos de caña, acabando con sus muros de adobe y con sus techos de palma.
Los emigrantes sentimentales, por el contrario, nacen en Europa o en Estados Unidos, y gozan de una vida materialmente satisfecha. El estómago lleno, el techo incuestionable y el tiempo de ocio son condiciones sine qua non para que la depresión germine en medio de la soledad urbana y el ciudadano medio comience a vagabundear en torno al vacío de su alma. Entonces, ese joven acomodado aventurero hace las maletas y se va.
Emigrantes por obligación
Su viaje tampoco conoce la urgencia de vida o muerte del de los emigrantes políticos. Ellos son perseguidos en sus tierras por pensar y gritar contra sus tiranos, por una falsa acusación o por andar con malas compañías. Han sido cercados por el miedo a la persecución o a la tortura, a la desaparición o a la muerte, o por la amenaza del asesinato de sus seres queridos. Ellos son recibidos como héroes de la resistencia en los países del primer mundo.
Los emigrantes sentimentales, en cambio, son escrutados por el ojo hostil del lugareño que se pregunta por qué no están en su país, por qué no regresan, qué sacan ellos de aquí. ¿Qué razón puede haber para elegir, sin más, vivir una vida entre extraños? Más aún si los países de origen son Francia, España, Inglaterra; lugares donde todavía muchos no conocemos la guerra más que por los libros de historia.
Puede entenderse que huyan los ciudadanos cuyas ciudades han sido convertidas en campos de batalla por conflictos que ellos no comenzaron. Esto los fuerza a meter en sus maletas la vida que les cabe: algunas fotografías, relojes de oro, la ropa indispensable, los libros religiosos. Y se van porque se ha vaciado la munición sobre sus mercados y sus plazas, agujereando las paredes de los patios de colegio y de las salas de espera de los hospitales. Y porque la metralla ha entrado en sus cocinas, ha llegado a las cunas de sus hijos y les ha picoteado las caras.
Es cierto que en un mundo tan abarrotado de tragedias de magnitudes tan inabarcables, los emigrantes sentimentales parecen niños de papá. Puede resultar incluso insultante decir que sus viajes son también, de alguna forma, fruto de la necesidad. Pero, en realidad, no existe otra explicación: ¿Por qué habrían de elegir, si no, un destino que sólo eligen los huyen del hambre o de la muerte?
Emigrantes por vocación
Son los herederos de los viajeros románticos que partían en busca de aventuras a países lejanos y se adentraban en naturalezas inexploradas para, a su regreso, impresionar a sus compatriotas con sus relatos. Pero los emigrantes sentimentales un día ya no regresan y su mirada de extranjeros se acostumbra tanto al brillo de la nueva luz que la sorpresa de la primera mirada se va difuminando.
En pocas ocasiones arriesgan sus vidas y su marcha puede verse como un derroche innecesario, una dificultad elegida sin sentido, un capricho adolescente. Su motor no es una cuestión de vida o muerte sino un camino de huida hacia delante. Emigran por vehemencia, por angustia, por hastío. Huyen de una historia de amor inacabada, de un padre maltratador, de un recuerdo que los aplasta.
Pero si hay algo en que todos coinciden es que en sus países de origen se sintieron ajenos de lo propio, en un estado agotador de permanente extrañeza. En sus propias casas se sintieron “fuera”, entre sus familiares se sintieron “otros”, y en sus ciudades “forasteros”. Este sentimiento se alivia al convertirse en extranjero de verdad, porque sólo entonces la sensación de ser extraño se acomoda por fin a la realidad, adquiere sentido, y se vuelve esperable, reconocible y natural.