Son tiempos de modas. Ya es otoño en El Corte Inglés y hay más barbas que botellines. Todo se basa en saber cuál es el nuevo sonido que viene de la ciudad. Intransigencia. No suena del todo mal si se oye en una película americana. Hay días y hay días. Sobre todo eso: muchos días.
No hay muchos 28 de octubre de 1866 para nacer. Eso sí marca tendencia. Ramón María del Valle Inclán era eso: tendencia. Novelista, poeta y autor dramático español, además de cuentista, ensayista y periodista. Muy cuentista. Era el postureo hecho esperpento. Con 19 años hizo lo que todo español de bien hace hoy en día: ir a la Universidad a pasearse. De cinco años de estancia sólo consiguió aprobar tres años de Derecho. Porque él podía.

Los viajes de Valle Inclán
No podía irse a Londres a fregar platos y a entregarse en cuerpo y alma a las redes sociales. Todavía le quedaba mucho a España por evolucionar. Sin embargo, como adelantado a su tiempo que era, Valle Inclán se fue a Madrid. Tocaba buscarse la vida, como buen hijo de vecino. Allí bebía y fardaba de acento gallego. También escribía relatos a la espera de que se inventase Tumblr. Asistía a la noche madrileña en todo su esplendor, con sus claros y sus oscuros. Hizo todo lo posible por dinamitar el antiguo reducto de los Austrias.
Con 26 Valle Inclán años tuvo su primera crisis existencial. Se sentía sólo en el mundo, amén de incomprendido. Como no lo podía tuitear patentó el concepto del viaje-cuyo-objetivo-es-conocerse-a-sí-mismo-místicamente. Partió rumbo a México con lo puesto. En menos de un año de estancia le dio tiempo a pelearse y a casi batirse en duelo. Concibió las conocidas como Cartas galicianas, pero eso es lo de menos. Ponchos, polainas, barbas, melenas. Dios sabrá que pasó por su cabeza además de mescalina. Pero volvía a pisar tierra española, y esta vez para arrasar.
Sin una peseta y malviviendo en Argüelles. En una bohemia buhardilla y todo. El estilo personificado. Repudiado por sus coetáneos, Valle Inclán no tardó más de treinta segundos en insultar y agredir a un recién conocido Unamuno. Bocazas y ortopédico, estrechó la mano de un tal Manuel Bueno, culpable de convertirlo en un icono mundial. El estrafalario de los cafés. Volátil como nadie, sus relatos, retazos de lo que serían sus futuras obras, pululaban por el panorama literario.
Valle Inclán y su genio
Todos querían ser amigos del estrafalario carlista, el fallido profesor. Chile, La Habana o Nueva York, pocas ciudades acaban resistiendo al carisma de “este gran don Ramón de las barbas de chivo”, que diría Rubén Darío.

El teatro lo consumía, su esperpento ahondaba en el fulgor de las vanguardias. Su grotesco nihilismo resultaba repulsivo, tal y como así lo quería Valle Inclán. Espíritu errante, sin un umbral donde caerse muerto como su ahijado Max Estrella. A base de tumbos acabó coqueteando con el anarquismo y finalizó de títere republicano.
Decían que él hubiese querido ser, no el hombre de hoy, sino el de pasado mañana. Fue la vanguardia hecha persona. Fue el tocar los huevos día tras día. Puede definirse el asunto hipster como “una subcultura de jóvenes bohemios de clase media que se establecen por lo general en barrios que experimentan procesos de gentrificación”, en palabras de Douglas Haddow. A lo que estos fetiches andantes apuntan es a un botellazo del viejo manco del espanto. Su legado es tan ridículo como hubiese gustado: ignorado y odiado por los jóvenes cada vez que lo ven en Selectividad. Queda el consuelo de su seguro beneplácito.