«El último invierno» de Jorge Gutiérrez Diego

     Y el sol será nuestro único refugio

                                                                           ahora que tú te vas y nos has dejado solos.

                                                                           (Perdedores en la lluvia, Gritando en Silencio)

 

El invierno irrumpió con fuerza en nuestra ciudad, tan acostumbrada al sol, al calor, a la gente en las terrazas. Y presentimos la derrota. Tu derrota. Las calles, solitarias y silenciadas, se tornaron más grises de lo habitual, parecían haberse quedado pendientes de algo que tenía que ocurrir. El barrio también parecía otro sin serlo. En ti, sin embargo, no se adivinaba cambio alguno: la mirada hueca, buscando un ápice de calor entre tus amigos incapaces ya de dártelo, buscando una salida probablemente inexistente. Tratando de escapar de un callejón que hacía tiempo que te había atrapado sin piedad.

Fuera caía la lluvia, llevaba lloviendo días, y estos parecieron años y tal vez para ti lo fueron. Tú debías de tener ya tu propia percepción de las cosas. Admito que desconocía por entonces cuál era mi lugar, cuáles mis objetivos, mis sueños, los buscaba a tientas entre los estudios, la música y las amistades. Miraba al futuro con recelo, como un adolescente incapaz de imaginar la vida adulta. Dejaba pasar las horas como si todo fuera a arreglarse por sí mismo. Supongo que tú ya sospechabas que el futuro no te depararía nada que mereciera la pena.

Chispeaba lentamente, con el ritmo melancólico de las baladas, pero yo de todos modos salí a la calle, pues en aquellos tiempos todo eso daba igual, quedarse en casa era morir. En aquella época, paseaba siempre por los mismos lugares, en dirección a los mismos destinos. Y siempre estabas tú. En el bar, en un portal, andando cabizbajo o hablando solo. Con el gesto agrio. Un cigarro consumiéndose entre las manos. Cigarros comprados sueltos en la vieja tienda de cuando éramos niños -ya no lo éramos, estábamos muy lejos de serlo-. No importaba de dónde sacaras el dinero: de la vuelta olvidada de las cabinas, de algún vecino que te prestaba unos céntimos que sabía que no devolverías, de la mesilla de noche de una madre que había dejado de contar las monedas que le desaparecían.

Ya no me saludabas. Para qué, habitábamos mundos diferentes, ya no nos conocíamos aunque un día hubiese sido de otro modo. No sé si me veías al pasar, ni si te importaba acaso, y mis ojos tampoco preguntaban por ti, pero eran conscientes de que estabas cerca, te habías convertido en uno de esos personajes del barrio de los que nadie habla porque es triste pensar que se están desvaneciendo como los copos de nieve tras la salida del sol. Un pobre desgraciado como aquellos de los que tú siempre te reías. Pero no hacía falta que nadie te empujase ya, te precipitabas tú solo hacia dondequiera que te estuvieras dejando caer. Ya no serías rescatado, el silencio que te cercaba encerraba tanta verdad que era doloroso intuirla, más aún conocerla. Tus amigos se habían marchado. ¿A dónde? Eso no era de tu incumbencia, el pasado pertenecía a otro y el futuro no admitía dueños. El presente ya era suficientemente complicado, tremendamente inhóspito como para malgastar el tiempo rebuscando en los recuerdos de un yo antiguo.

Un día, al pasar por delante del viejo bar de la que ya no era tu calle -pues nada era tuyo entonces-, te reconocí a través del cristal, a pesar de que tu figura me fuera más ajena que nunca. Sentado incómodamente sobre un taburete, tu mano huesuda sostenía un vaso de tubo que apenas contenía ya el residuo de lo que alguna vez fue un ron con coca-cola y hielo. Un líquido que había perdido la fuerza de su color negro. Tu cuerpo se inclinaba hacia delante, descompensado, y parecía sostenerse exclusivamente gracias a la presencia de la barra. Tu boca temblaba sobre una barbilla cada vez más afilada. El local se encontraba vacío, eran las cuatro y media de la tarde, la ciudad dormía y el camarero bostezaba,  pero tú ya habrías olvidado lo que era el descanso, el sueño, la calma, pensé. Y me quedé mirando esa imagen de ti, tan distinta al que fuiste, tan débil, tan resignado, tan entregado a lo que la vida quisiera hacer contigo, y no a lo que tú pudieras extraer de ella. Te observé desde el otro lado de la cristalera, desde el otro lado de la vida, mientras caía una fina lluvia que tú probablemente no habrías percibido, una lluvia que no te hubiese mojado ni aunque cruzaras a este lado de la puerta, a ese lado al que ya no podías venir. A mi lado. Como en otros tiempos, que tu maltratada memoria ya habría sepultado. ¿Hacía cuánto de todo eso? ¿Realmente había transcurrido tanto tiempo?

Y entonces lo supe, o lo sospeché con una fuerza inusitada: habías renunciado a tus opciones, te habías rendido. La derrota se acercaba y tú no ibas a hacer nada para impedirlo, eras un títere en manos de un destino que tú mismo habías tejido tiempo atrás a tu medida. Ya no te importaba nada ni nadie, como no importaba la droga que te metías para funcionar, ni el alcohol que bebías para ahuyentar al tiempo, ni significaban nada los cigarros que fumabas con la ansiedad de un condenado a muerte. Ya solo eras el huésped olvidado de una existencia que  había permitido que se corroyeran sus vigas, su tejado, sus cimientos. Y eché a andar, dejándote sumergido en tu tarde mustia y sin objetivos, alejándome entre la lluvia que tú no podías apreciar, pensando en historias que tú habías enterrado en lo más hondo de tu consciencia, en un lugar tan apartado que jamás podrías recuperarlo. Así evitabas que nada pudiera hacerte daño.

El paseo no duró mucho, apenas unos minutos, pero fueron suficientes para ver en mi memoria a otro tú que ya no existía, que irremediablemente formaba parte del pasado. Encontré entre los recuerdos tus ojos firmes y audaces, tus manos toscas pero hábiles, rememoré la seguridad con la que hablabas de ti mismo y de tu futuro -¿es posible que remotamente todo eso forme aún parte de ti?-. Fui capaz de reconstruir con precisión los andares resueltos con los que te acercabas, como si estuvieras convencido de que todos te esperábamos en aquella anodina plaza de barrio, en la que fumamos los primeros porros y nos creímos reyes, siendo apenas nada. Aquel no era más que otro rincón de la ciudad en el que el tiempo se detenía y se deshacía como si jamás hubiese existido, incapaz de darnos nada y empeñado, sin que nosotros lo supiéramos, en arrebatárnoslo todo.

Los litros pasaban de mano en mano mientras las conversaciones fluían de forma despreocupada y sin que el orden o el fin tuvieran ninguna coherencia. Pero los giros los manejabas tú, siempre en el centro, diciéndoles a los demás lo que tenían que hacer o cómo debían comportarse. Dirigiendo la orquesta, sometiendo a los demás de una forma sutil, casi amistosa, poco menos que paternal. Y yo te admiraba desde la distancia, pues nunca intimamos y puede que ni llegaras a conocer mi nombre, aunque tolerabas en silencio mi presencia. Eso ya era suficiente, pues yo no era nadie, uno de los más jóvenes de la plaza. Y tú, por el contrario, eras dueño de todo, tan incorregiblemente convencido de que nada ni nadie se te opondría jamás y de que la vida se abríría ante ti como un paraíso por explorar -¿cuánto fuiste capaz de adentrarte en ese edén antes de encontrarte con tu infierno?-. Yo, tímido, asustado, queriendo encajar en un mundo que me parecía demasiado amplio,  tan inescrutable como complejo. Tú dando por sentado tantas cosas, mientras yo dudaba de cuanto se me ofrecía y solo sabía que te envidiaba y repudiaba al mismo tiempo. Eras todo lo que quería ser y todo en lo que jamás quería convertirme. Es tan difícil recomponer todos esos sentimientos encontrados. Y aunque yo también estaba convencido de que el mundo caería a tus pies, me equivoqué. Nos equivocamos los dos, querido enemigo.

Hoy es evidente que fuiste tú el que te arrodillaste ante la vida. Y ahora siento lástima, aunque siga siendo incapaz de darle forma concreta a todo lo que se remueve en mi interior al rememorar estas épocas pasadas. Tú, mi mejor enemigo, que fuiste presencia perenne durante esos años en los que luchaba por aprender a vivir, desconociendo la inmensidad de la tarea a la que me enfrentaba.  Te confiaste demasiado, cruzaste demasiadas líneas, pero aún permanece en mí una ligera sensación de que tus intenciones, incluso en tus momentos de mayor arrogancia, eran en muchas ocasiones nobles. Un golfo, pero de buen corazón.

La caminata me había dejado decaído. No me resultaba sencillo pensar en todo lo que había cambiado, en quién eras -o no eras- entonces, en cómo te habías ido alejando de todos, y de todo, en cómo te habían ido consumiendo el tiempo, los vicios, las malas compañías. Pero sobre todo tú mismo. Me invadía una gran desolación al pensar en que habías renunciado a todo anhelo y que la cuerda floja por la que caminabas un día te dejaría caer. Una sombra huyendo de bar en bar, de lavabo en lavabo, cargado de deudas y de rencores viejos. Pidiendo ayuda, pero no para ser rescatado, sino para poder hundirte más, disfrutando de esa lenta agonía que te impusiste y que, seguramente, habías implantado en todo lo que te rodeaba. Llegué a casa de un amigo sin poder alejarte de mi cabeza, calado hasta los huesos por aquella lluvia que pronto también te mojaría a ti, sin que tú supieras ya nada de este lado de la vida, sin que te pudiera volver a importar jamás que aquella lluvia cayera de manera infinita.

El invierno avanzó y se mostraba cada vez más recio y descontrolado. Más violento de lo habitual, más pesaroso, o eso me parecía a mí, que aguardaba sin esperanza de redención tu última batalla, tu sometimiento final. Y este no se demoró demasiado. Tal vez fuera mejor así, cómo saberlo. Una noche como cualquiera fui con varios amigos a uno de aquellos bares que nos gustaban y que nos sigue gustando, aunque los soportemos en dosis menores. Uno de esos lugares en los que se entremezclan jóvenes que andan a la caza de alguna experiencia salvaje, distinta, caótica, y esos borrachos antiguos, que no siempre viejos, que ya no van en busca de nada, que solo ansían un trago más que les proporcione ese alivio momentáneo. Alcohólicos deshauciados de ojos vidriosos y rostros desfigurados por los excesos y la entrega desmandada a todo tipo de perdición.

En el bar de la calle Feria había que llamar al timbre para que te abrieran. No había clave, solo la esperanza de que estuviera abierto y de que el aforo no estuviera completo. Una vez dentro, sonrisas descompuestas, rumor de conversaciones apagadas, como si allí se contaran profundos secretos, caras sudorosas por la ausencia de ventanas, tintineo de vasos que crepitan entre las manos, humo, excesivo humo concentrado desde el suelo hasta el techo, envolviendo los cuerpos, escondiendo los gestos, haciendo crecer la sensación de que allí estaba ocurriendo algo vedado, de que los allí presentes teníamos un cometido, convencidos de que allí empezaría algo especial, fuera lo que fuese, una revolución o simplemente un rechazo de todo lo que quedaba al otro lado. Un espejismo que nos proporcionaba calma y cierta seguridad absurda.

Nos sentamos alrededor de una mesa baja y poco confortable. La incomodidad era parte esencial de la escena, necesario escollo que había que salvar para por fin sentirnos libres. Nos pusimos a hablar mientras uno de nosotros traía las cervezas frías. No tuvimos ocasión de decir mucho antes de que te distinguiera entre las mismas caras de siempre y las mismas caras nuevas, pues al final todas acababan siendo iguales, rostros sin sustancia, decoración necesaria del local. Observé cómo tu cuerpo se tambaleaba y luchabas por mantenerte en pie acodado una vez más en la barra, una barra distinta, el mismo bar sin serlo. Un antro más oscuro, pero la misma postura, idéntica mirada perdida, el mismo desprecio por el tiempo. A tu lado había una chica, aburrida y tan indiferente a ti como a todo lo que ocurría a su alrededor a una velocidad que a vosotros debía pareceros enormemente veloz a la vez que desesperadamente lenta. Los dos sin cruzar palabra, ella algo más despierta que tú, con un resto de perspicacia en las pupilas, como si tan solo hubiese caído en un leve sueño en lugar de estar luchando por sobrevivir. Los vasos sobre la mesa, ya no hacía falta que bebierais demasiado, el cuerpo solo requería pequeñas, aunque continuas, dosis de ese veneno que os mataba. Siempre a ti con mayor empeño. Sin frenos en la caída.

Mientras conversábamos, percibí de soslayo que te desplazabas por la habitación, oí tu voz pidiendo un cigarro, un euro para una cerveza. Tu voz oscura, como procedente de una cueva, de una gruta abismal en la que solo estuvieras tú y desde la que intentabas comunicarte con el exterior. Con paso inestable te movías de un lado a otro, desubicado por completo, molesto por el escaso espacio que te ofrecía el antro. El último que verías. Tu último hogar.

Entonces ocurrió. Las voces se agitaron mientras entre nosotros crecía el silencio. El murmullo del bar se fue haciendo cada vez más sordo y tu voz ronca se adueñó del local. La joven que había permanecido sentada a tu lado pareció despertar de un largo trance y ahora observaba asustada la escena que arrancaba irremediablemente frente a ella. Las palabras eran más lentas que los movimientos. Todo sucedió sin que pudiésemos comprender. Puede que te hubieran negado con malos modos una cerveza o un cigarro, despreciándote, o puede que hubieran mirado a la joven que te acompañaba sin que tú supieses encajarlo, pero pronto las razones dieron igual y lo importante era la ferocidad en los gestos, la brusquedad violenta de los cuerpos.

Los gritos enloquecidos ascendían como el humo de un fuego al que unos y otros van echando leña de forma desordenada. Una mano se detuvo en tu cuello y lo zarandeó con fuerza. Ellos eran muchos. Tú estabas solo, rodeado de gente aguardando que aquello se apagara sin más, totalmente inmóviles. Un vaso impactó contra el suelo, saltaron cristales, mientras otra mano recogía el trozo de mayor tamaño y lo alzaba al aire, antes de arrojarlo contra tu cabeza. La sangre brotó y  la parálisis de los presentes se hizo aún más palpable. Tus ojos desencajados abandonaron la furia y el miedo se apoderó de ellos. Tus movimientos ya no pretendían herir a nadie, solo desembarazarte de los que te rodeaban, arrojar lejos el temor, emprender la huida. Comenzaste a dar coces como un caballo aterrorizado y te zafaste del asedio. Tu fuerza parecía infinita impulsada por el pavor. Escapaste a grandes zancadas que recordaban otros tiempos en los que tu cuerpo era ágil y ligero. Alguien había abierto la puerta por la que se escabulló tu figura y pronto fuiste una sombra en retirada. Pero ellos no parecían estar satisfechos y partieron en tu búsqueda. Los clientes seguían postrados en sus asientos, aún sin comprender plenamente los acontecimientos que acababan de presenciar. Las luces se encendieron y salimos presurosos entre la confusión. Llovía y el frío había apretado. Parados frente a la puerta, observamos tu carrera desequilibrada sobre el pavimento resbaladizo. Te vimos torcer en una esquina lejana, distinguimos varios cuerpos persiguiendo una silueta que se desdibujaba en la noche. La tuya, la de nadie. Nos miramos, la lluvia cayendo como lágrimas anónimas. Echamos a andar en dirección a la calle por la que habías desaparecido, siguiendo las huellas desfiguradas de tu sangre.

Las vías sevillanas estaban desiertas. Tus verdugos se habían evaporado. Tú también, pero aún podíamos perseguir el leve rastro de tu fuga. La expedición a la que nos habíamos entregado duró apenas unos minutos, durante los que no tuvimos claro qué final nos aguardaba. Por fin, tendido en un callejón estrecho y asfixiante, encontramos tu cuerpo entre un olor a basura vieja y a descomposición. Yacías como solo lo hacen los muertos o aquellos que han penetrado, por necesidad, en un largo sueño reparador. Pero tus ojos permanecían abiertos, luciendo unas pupilas dilatadas y totalmente huecas. Te rodeamos, sin saber muy bien cómo proceder, y pronto fuimos conscientes de que la prisa ya no era requerida. Tu pelo mojado se adhería a la frente y la lluvia había borrado todo rastro de sangre del rostro, aunque un hilo de color rojo seguía resbalando entre los cabellos. Cerramos los inertes ojos que ya no miraban. Tu boca se debatía entre el horror y una sonrisa forzada y endeble. Los demás hablaban, pero no puedo reconstruir lo que decían. Yo no podía apartar mi vista de la que sabía que iba a ser la última imagen de un pasado que habíamos compartido de forma difusa. Murmuré algo con voz apagada, solo para ti, para nosotros: «Ojalá te hayas ido en paz, ojalá hayas conseguido hacer las paces contigo». Y ojalá hayas comprendido que era preferible que hubiera un final. Ojalá, de verdad, sea mejor así.

Alguien llamó a una ambulancia y el sonido que nos envolvió mientras se acercaba recordaba a un lamento desgarrado, como si supiera que venía solo a llevarse un cuerpo y no a salvarlo. La lluvia no cesó, era tu despedida. No derramé lágrima alguna.

Perdiste. Perdimos todos aquella noche, sabedores de que un tiempo atrás tu camino podría haber sido el nuestro. La mañana nos sorprendió sentados en un banco, en un silencio impuesto por una desazón que no éramos capaces de clasificar. Todos habíamos intuido alguna vez aquel desenlace, jamás hubiéramos pensado en ser partícipes de él. La lluvia había cesado. El sol ascendía despacio entre los edificios, pálido y sin consistencia.  Me acompañó en el regreso a casa. Mientras me tumbaba en la cama regresó a mí la imagen de tu figura exánime. Incapaz de conciliar el sueño, con la persiana levantada y la luz diáfana de la mañana entrando a borbotones, comprendí que todo había acabado. Volví a verme, absurdo y casi irreal, en aquella cristalera del bar, mirándote sin que tú me vieras, sin que pudieses ver a nadie. Y pensé en las razones que me habían impedido decirte algo, pensé en todo lo que callamos, en cuántos secretos puede soportar una persona. Pensé en el silencio que se había levantado entre nosotros durante tantos años, como algo natural e irrevocable. Los dos escogimos callar, dos cobardes rehuyendo la verdad, esa que ahora al se había apiadado al fin de nosotros.

He escrito esto a sabiendas de que tu recuerdo se desvanecerá como el de todos, arrastrado por la corriente del tiempo y con la facilidad con la que se rompen los hilos de la memoria. Solo tú sabrás de qué sirvió todo aquello. Amigo -o enemigo, qué diferencia hay entre dos términos que pueden estar separados tan solo por una mala palabra, por una noche confusa, por dos maneras igual de absurdas de entender la vida-, perdón por no haber frenado tu descenso al vacío. Pero me escuches o no, quiero decirte que aquí todo permanece igual, que continúa el aguacero, indomable, eterno. Aún no hemos podido olvidarte, maldito cabrón. Tus engaños, tus efímeras sonrisas, tu forma incansable de envenenar a todos los que te rodeaban, pero sobre todo a ti mismo. Quisiste ser diferente. Así fue. Quisiste que todo el mundo supiera quién eras y ahora muchos hablan de ti, aunque estoy seguro de que no tienen ni idea, ni puta idea de quién fuiste, ni de quién pretendiste ser. No te sirvió de nada. O sí.

Encontré tu nombre desperdigado entre las hojas insignificantes de un periódico, que al día siguiente sería pasado remoto. No leí el artículo. No importa lo que opine un periodista mal informado, nosotros conocemos nuestra historia. Es nuestra. Algún día, querido enemigo, podrás contarme si mereció la pena.