Escribí un poema y lo dejé libre
para que aprendiera a caminar.
Le di unos pesos para que conociera el mundo;
conoció distintos ojos,
abrió algunas bocas,
se escuchó en diversas voces.
Eruditos lo estudiaron,
arquitectos midieron su métrica,
botánicos lo deshojaron,
el Papa lo excomulgó,
el gobierno lo tachó de rebelde,
los poetas lo rechazaron;
tú lo aceptaste.
Mi poema creció con las hojas verdes, gracias a tus cuidados.
Vive contento contigo,
te quiere,
sobre todo cuando
se acuestan juntos
o le pones música;
le gusta verte andar,
semidesnuda,
en tu habitación.
Lo recitabas de memoria
en los funerales o siempre
antes de dormir,
como si de una
oración se tratara,
o te metías a bañar con él.
Te enjabonaba la espalda,
te cerraba los ojos,
lo metías en tus piernas,
lo resbalabas en tus senos
y te quedabas dormida;
mi poema fumaba, después,
acariciando tu pelo.
Un día no regresaste y se entristeció.
Preguntó por ti a tus familiares,
te buscó en lugares que frecuentaban,
me llamó para saber si te conocía.
Se sentó a esperarte pero se quedó dormido.
Alguien tocó a la puerta, en la madrugada,
necesitaban reconocer tu cuerpo.
Mi poema fue. Te reconoció.
Lo enterraron junto contigo.
Que nadie me lea,
quiero descansar en paz,
fue su último deseo.