«Nosotros» de Martín Sepúlveda Braithwaite

Creíste que escapando a un lugar más alejado ibas a poder vivir tranquilo. Pero te diste cuenta que la vida no quiere tener nada que ver contigo, ni menos la tranquilidad. “Puedes correr pero no esconderte”, escuchaste esa frase en mil un películas, pero nunca fue tan real como lo es ahora, mientras te retumba en la cabeza como un mantra infernal que corroe cada espacio de tu cerebro.

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Durante años fuiste solo tú y tus dos sillas. Al principio iguales, color madera natural. Pero después de toda la gente que estuvo atada frente a ti, una quedó ennegrecida por la sangre seca de las carnes que cortabas con tu cuchillo dentado, ese viejo y oxidado que sacaste de la cocina el primer día.

Nunca quisiste cambiar tu instrumento por uno más nuevo y filoso. Nada produce un terror como el de sentir los dientes oxidados intentando penetrar entre tendones y ligamentos.

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Traca-traca-traca.

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Al principio les preguntabas los nombres, los trabajos, los miedos y las felicidades. Era poético. Después de un tiempo simplemente te lanzabas a hacer lo tuyo, y ni siquiera los mirabas a los ojos. Era mecánico. Lo hiciste tantas veces que perdiste la cuenta y perdió la gracia, pero te decías que no conocías otra vida. Ese fue el oficio que te enseñaron cuando eras joven y querías servir a tu patria. Esa era tu existencia, y te convencías de ello cada mañana mientras te tomabas tus huevos crudos, como lo hacían los machos en las películas.

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Nunca lo vas a admitir, pero te rompía el corazón que las mujeres que atabas a tu silla te miraran con asco. A veces las dejabas días enteros y les hablabas y te echabas colonia inglesa y te peinabas tus pocos pelos para atrás con espuma de afeitar. Esperabas que en algún momento vieran al hombre detrás del cuchillo y hasta a ratos las mirabas con fingida compasión para ver si ellas te miraban de la misma manera. Pero cuando sus ojos se encontraban con los tuyos, el desprecio era como un grito que te ensordecía. Un grito que sólo callaba cuando tus nudillos endurecidos les trituraban los huesos de la cara.

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A ellas las recuerdas. A todas. Y ahora sabes que también te recuerdan a ti. Cuando te levantas por la noche y sientes que alguien golpea los vidrios de tu casa. Y te levantas para revisar todas la ventanas, con un palo en la mano, gritando. Preguntando quién anda ahí, sólo para darte cuenta que los golpes no vienen de afuera, ni de las ventanas.

Te demoras un rato en darte cuenta. Tienes que pasar frente a uno tres veces para comprender que los golpes vienen de los espejos.

Desde dentro de ellos. Y te dices que estás loco, que los años te están pasando la cuenta, pero en el fondo sabes que no es así. Sabes que ese reflejo pestañeó un segundo después que tú, y acercas tu mano al vidrio pero él no lo hace. Y escuchas nuevamente los gritos. Y tus nudillos se vuelven a encargar de todo, rompiendo los tres míseros espejos que hay en tu pobre casa. Pero cuando los golpeas se sienten como piel, no como vidrio.

Y sabes que no estás loco. Y te tiendes y lloras un rato.

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¿Cuántas veces te has preguntado si eres malo? ¿Es tu culpa? ¿Naciste así, o te hicieron?

Siempre culpas a ese vecino que tenías cuando chico, el que era un año menor que tú y siempre lo molestabas con eso, con ser más grande. Y lo molestaste tanto que de pura rabia él ahogó a tu perro en la piscina de plástico de su casa, esa que tú siempre le pedías a tu papá que te comprara.

A ese vecino lo terminaste matando. Le llenaste la boca de bencina y le tiraste un fósforo. Te quemaste la mano tratando de mantenerle la mandíbula cerrada y mientras trataba de golpearte murió con los pulmones y la tráquea carbonizados.

Siempre le echas la culpa. Pero no necesitabas que él se enrabiara y matara a tu perro. En el fondo sabes que igual lo hubieses terminado matando. Porque él tenía la piscina. Porque se la había pedido a su papá, y su papá se la había regalado.

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“Tu dios no existe acá” decías siempre que te pedían piedad en su nombre. Y si lo volvían a pedir les agarrabas las lenguas y les pegabas un puñete en el mentón para cortárselas con sus propios dientes. El nombre del señor no existía entre tus dos sillas, porque dentro de esa habitación con olor a muerte, el único señor eras tú. Y la misericordia, el perdón y el amor eterno nunca fueron parte de tu testamento.

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Te levantas del piso, con los nudillos sangrantes de tanto golpear cristales. Te das la vuelta para salir de la casa y cuando llegas a la puerta los escuchas. Son rasguños insistentes que quieren atravesar la madera pero que en tu mente te atraviesan los intestinos. Corres hacia el otro lado de la casa. Puedes salir por la puerta de atrás y saltar la pared del jardín para correr hasta donde tus piernas alcancen.

Y ya estás frente a la otra puerta, pero no te decides a abrirla porque los rasguños insisten en ella también. Finalmente te armas de valor y abres con fuerza solo para encontrarte con tu perro de la infancia, empapado. Lleva todos estos años remojándose y la piel le cuelga y ves sus interiores derramándose por un costado.

Cierras con fuerza y caminas por la casa desesperado. Los rasguños siguen, y los gritos, y la sangre cae de tus manos y sientes que te estás quemando por dentro. “Ayúdame Dios”. Pero tu dios no existe acá, no cuando ya hay un señor de la casa. Te mueves inquieto por los pasillos y con toda la voz que te queda lo vuelves a llamar, pero tú sabes cómo funciona. Es tu segunda falta y te tropiezas, y te golpeas la mandíbula contra un mesón, cercenándote la lengua en un corte perfecto y sangrante.

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Todo esto fue por ella. Por la que creíste que había mirado más allá del asesino. La última. Ella que no te escupió nunca, que no te llamó maricón, que sí te miraba a los ojos cuando le hablabas. Esa que te contestó algunas preguntas personales sin asco. La que logró desatarse un segundo, ese segundo en el que la miraste a los ojos queriendo prometerle la vida entera, ese instante que creíste que terminaría con un Te Amo, y que terminó con el cuchillo enterrado en tu cuello y ella corriendo hacia la libertad.

No la encontraste más y tuviste que dejarlo todo y desaparecer. Y creíste que escapando a un lugar más alejado ibas a poder vivir tranquilo.

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Pero te diste cuenta que la vida no quiere tener nada que ver contigo. Estás rodeado de muerte y te ahogas con el líquido espeso que fluye como una sola gran lágrima desde la punta de lo que fue tu lengua.

Estás en el piso, llorando como cuando eras chico y tu papá te decía maricón. No puedes pedir ayuda, porque no puedes hablar, pero también porque sabes que no existe una sola alma en el mundo que se rebajaría a tomarte de la mano. Así que te tomas de lo que está más cerca, que es una silla que según recordabas era color madera, pero que ahora está teñida con sangre antigua, podrida.

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Los rasguños en la puerta cesan y son reemplazados por tres golpes suaves. Te levantas con la poca energía que te queda, esperando que sea alguien que alertado por los ruidos haya acudido en tu ayuda. Pero sabes que no es así. Y cuando abres la puerta la ves a ella, a la última, a la que escapó. Y piensas que parece que es cierto, que puedes correr, pero olvídate de esconderte.

Escuchas algo a tus espaldas y te volteas para encontrarte con que ahí están los espejos, completos, colgados. Y detrás del vidrio están todos mirándote. En silencio. Expectantes. Quieres gritar pero la sangre y tu media lengua no te lo permiten. Ella te empuja hacia ellos y todos te miran con hambre y deseo.

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Los gritos ya no vienen de afuera, pero tienes que callarlos. Sientes la fuerza en tus nudillos sangrantes y levantas el brazo para sentir los huesos de su cara destrozarse contra tu piel, pero las manos cruzan el cristal y te sujetan. La ves a ella acercarse y susurra palabras de amor y casi sientes un calor en tu interior, pero no te habla a ti. Les habla a ellos. Se acabó, dice, y levanta tu cuchillo sucio y oxidado, ese que sacaste de la cocina el primer día y que nunca quisiste cambiar por uno más nuevo y afilado. Logras soltar un brazo y te cubres. Sientes cómo la carne de tu mano se separa entre el dedo anular y el índice. Te vuelven a sujetar y sientes el metal atravesando una de tus mejillas, luego el ojo. Se abre paso por tu estómago.

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Traca-traca-traca.