Tengo un amigo que, para decepcionarse con aviso (la vida, de sus decepciones, no da advertencias) nunca empieza un libro sin antes leer el final. Yo no sigo su ejemplo, pero reconozco que en estos días de Feria puede convertirse en un hábito saludable y economizador, especialmente si uno acude a las casetas sin referencias. A la Feria del Libro acudo en parte a lo que vaya surgiendo, en parte con los deberes hechos.
Sé que emplearé, como cada año, la mitad de mi tiempo allí en eludir el reclamo barato de las portadas chillonas, llenándome de polvo las manos para rescatar ejemplares de obras por las que no pregunta casi nadie. Lo sé porque los pecios con tesoro no tienen por costumbre aparecer varados, por sí mismos, en las playas de la bajamar. En ellas lo más habitual es encontrarse la basura que el océano desprecia.

No podemos decir que la palabra “feria”, en su doble acepción de mercado y de fiesta, lleve a engaño. En cada responsable de caseta hay que saber advertir si pesa más el vendedor de papel a un alto precio, el feriante, o el librero jubiloso que lo es de corazón, un letraherido salvajemente ultrajado por la vida cuya cortedad, cree a pies juntillas, frustra el sueño de pasársela leyendo eternamente.
Éste celebra la alegría o la apatía de vivir siempre leyendo. Y no hay pasaje memorable de su vida que no atesore asociado a un libro. Era cuestión de tiempo. Antes solía vagar de caseta en caseta, sin saltarme una, pero últimamente, como en los amores, me he vuelto selectivo. A nadie le gusta despertarse, después de una noche de borrachera lírica, abrazando el libro equivocado.
El éxito en la Feria del Libro
Soy reacio a las modas. Que haya que estar vivo para merecer atención es una de las más nocivas. Por eso es cierto que el grueso de los libros que me atraen lo escribieron personas que ya no nos acompañan. Hay excepciones. Por ejemplo, cuando leo alguno de los relatos largos fastuosos de Alice Munro, la encuentro tan viva que me parece que lleva muerta una eternidad, la misma que comparte con Salinger o Chéjov, también muertos vivientes. El Premio Nobel le proporcionó a Munro la justicia que estaba pidiendo a gritos, pero no estoy seguro de que haya llegado a obtener la legión de lectores que merece. Ése es el precio que ella y muchos otros pagarán por no ser youtubers.

El salto de espectador a lector nos parece tan natural, sin serlo, que los organizadores de la Feria deberían plantearse la firma mediante hologramas. El famoso de turno, repetido en diez o veinte sosias virtuales, podría firmar cuanto se le antojase, y se evitarían aglomeraciones. Mientras, los callados y laboriosos autores literarios firmarían sus dos o tres ejemplares de rigor a la espalda de las casetas.
Igual que hay un Off-Broadway debería existir una Off-Feria. A los apestados conviene ponerlos en su sitio. Para no enmascarar la verdadera intención de ese propósito, deberían organizar junto a la Feria del Libro otra de ganado. Uno podría sentarse a la entrada y reír las graciosas confusiones:
«-Qué maravilloso ejemplar.
-¿Tolstoi?
-No, el becerro retinto de la 104.»
Protagonistas desmedidos

Para el que acude allí a curiosear libros, lo más molesto son las filas desmedidas, a menudo integradas por quienes jamás irían a una feria de libros por los libros. El que ha visto, como yo, a Frank de la Jungla firmando ejemplares con una serpiente enrollada al cuello está preparado para lo que venga. Guardan su puesto en la larga fila bajo el calor de junio para obtener la impronta por la que el libro mediocre pueda cotizarse algo mejor, acaso en sus corazones.
Las cuatro simplezas de la lectura volarán alto gracias a las que el autor les dedica mientras garabatea una firma rápida. «Entiéndalo, hay más gente esperando». Conozco pocos casos de obras memorables donde un autógrafo valiese casi tanto como el libro que lo acogió. Hay que tener en cuenta la relevancia del propietario.
Uno digno de mención lo encontramos en Lanzarote. En el pequeño municipio de Tías está la casa donde vivió José Saramago, hoy convertida en museo. Se puede visitar sin problemas: allí nunca hay colas. Entre la vasta biblioteca personal del autor, destaca un libro con una dedicatoria tan escueta como certera: «Para José Saramago, de otro que también escribe». Y debajo, el sobrenombre autografiado de ese «otro», escrito con la misma letra negra a rotulador, hilada y personalísima: «Gabo».
Dos ferias, dos Españas
Lo que me desagrada de la Feria, en fin, es la otra Feria. Luis García Berlanga la retrató, aunque de pasada, en El verdugo, cuando el protagonista, Amadeo, acude a una de las casetas con el propósito de que el autor, pomposo y tan afín al régimen como para cantar su oda a la pena de muerte, le escriba una carta de recomendación para su yerno.
Poco antes, en la misma caseta, dos jóvenes con aspecto de lectores exigentes, los gafapastas de hoy, preguntan por obras de Bergman y Antonioni. El escritor niega dos cosas: disponer de ejemplares y, por su rostro atónito, tener la más remota idea de a quiénes se refieren. En esa escena, en apariencia inocente, Berlanga, y Azcona, no están retratando sólo las dos Ferias: retratan las dos Españas intelectuales.
https://www.youtube.com/watch?time_continue=12&v=s4L7nC0vtxI
El verdugo es del año 1963. Hoy las Españas son numerosas y agrestes, cada una en lo suyo, pero en la Feria sigo encontrando a escritores parecidos en su pretensión al de la película. Anteponen su propia imagen al fuste literario, sacrifican la profundidad en beneficio de la simpleza. Autores así llegan a ser tan intercambiables como se muestra en la película, donde dos señoras mayores, vestidas de domingo, acuden a la caseta buscando la firma de Pemán y, ante la negativa del feriante, que les informa de que el autor de ese día es otro, ellas parecen conformes:
«-Da lo mismo, ¿verdad?
-Sí.
-Es para nuestra sobrinita.»
Lo importante es llevarse un ejemplar firmado, aunque no tengan referencias de la obra ni del autor. La sobrinita, intuimos, jamás lo leerá. Para cerrar la escena, Berlanga y Azcona le adjudican otro de sus remaches de genio: al final las dos mujeres se llevan el libro firmado, pero sin pagar.
En la Feria del Libro de hoy, autores así siguen firmando tochos en cuya cubierta luce una faja que reza: «Del autor de…», y luego el nombre de otro libro que también intuimos innecesario. Supongo que se pasarán la vida, esa moda, decía, escribiendo para sus compradores, cuidando siempre de no decepcionarlos, recopilando éxitos, antologando los frutos más vistosos de su bibliografía inane y perecedera, mientras filas de generaciones futuras seguirán yendo en busca del autógrafo sacro de sus grises sucesores. Que nunca leerán a Borges, a Scott-Fitzgerald, a Malraux. Que serán felices, como lo seré yo, pero de una manera muy distinta. Como lo son los niños. Como lo son los ciegos.