El camino más corto. Viaje por la Historia.

Hace 50 años, las costas de Sidney veían a Manuel Leguineche despedirse de la Trans World Record Expedition. Una vuelta al mundo en coche que supuso la semilla de El camino más corto, una de las Biblias del reporterismo español.  Un año antes, y amoratado por las porras franquistas, abandonó las grises persecuciones estudiantiles madrileñas, y se enroló en la aventura con tres americanos y un suizo.

Afganistán, uno de los lugares en los que estuvo Leguineche | Carol Mitchell | Flickr
Afganistán, uno de los lugares en los que estuvo Leguineche | Carol Mitchell | Flickr

Dejaron España para continuar por el norte de África. Allí, la olla nacionalista puesta a hervir por los abusos de las compañías extranjeras había explotado. Ben Bella en Argelia, Burguiba en Túnez, Nasser en Egipto y cuatro años más tarde Gadafi en Libia lideraron gobiernos nacionalistas con distintas fórmulas socialistas.

A su paso por Egipto, las áridas vistas eran amenizadas por esqueletos de Panzer y todo tipo de chatarra cortesía de Rommel y Montgomery. La misma que actualmente aprovecha el Daesh para fabricar armas.

Pobres con petróleo

El grupo de Leguineche dio el salto a Asia. El mismo Manuel recordaba a las puertas del sah: “Irán no es un país árabe […] Os costará un disgusto si llamáis árabe a un persa”. El reino Pahlaví era un mar de petróleo, sin agua potable en las casas y que recibía ayuda humanitaria de la ONU. Su vecino Afganistán estaba aún peor. En 1965 era un país de nómadas con dos autopistas, la construida por los rusos y la de los americanos. Extremadamente pobre y anclado en la Edad Media, los mulás lanzaban ácido sulfúrico a las piernas de las mujeres que osaban enseñar la rodilla.

El español pasaría tres meses en la India de los marajás que cazaban sobre Rolls-Royce. Estos semidioses se amoldaban al nuevo sistema, bajando de los elefantes cubiertos de joyas para dirigir empresas y ministerios. En este tiempo, Indira Gandhi le confesaría su simpatía por los republicanos españoles. Días más tarde, el Dalai Lama elogió a Franco por su apoyo a la causa del Tibet. Además, el periodista tuvo tiempo de ser detenido por supuesto espionaje, tras el estallido de la “guerra de los pobres” con la vecina Pakistán. A la que achacaron su corta duración al rápido agotamiento de las reservas de combustible.

El camino más corto
Dalai Lama | Fotografía: Bill Brooks

La India trataba de modernizarse, pero su capital se paraba porque un partido hinduista protestaba contra el sacrificio de vacas. Desarrollaban políticas de control de la natalidad como la esterilización masculina a cambio de un transistor. Las píldoras repartidas en los campos eran enterradas esperando que germinaran. Todo para evitar llegar a los mil millones en el año 2.000. Era el país de Calcuta, donde miles de muñones y pieles leprosas canonizarían a una monja de nombre Teresa. La nación del Kama Sutra, que censuraba los besos en sus cines y tapaba los bajorrelieves eróticos de Khajuraho para no escandalizar a la reina Isabel de Inglaterra.

La tierra supuraba sangre

Antes de probar la carne de canguro, recorrió el Sudeste asiático. Pudo contemplar la degradación de Bangkok, transformada en una cabina de masaje para los soldados americanos. La Rangún cerrada al mundo por el socialismo birmano. También vio a los miles de campesinos vietnamitas refugiándose de toneladas de bombas yanquis en una Saigón que bebía champán francés.

El camino más corto
Restos óseos

En la ahora paradisiaca Bali, los locales se negaban a pescar en determinados ríos recordando la corriente de sangre fruto de la ejecución de 50.000 comunistas en aquel 1965. Cifra ridiculizada por los jemeres rojos, que no tardarían en llevar el infierno a Camboya. Una de sus víctimas sería Willy, un integrante de la expedición.

Tras llegar a Australia, Leguineche recibió una oferta para mandar crónicas de la guerra de Vietnam, y volvió a Saigón. Doce años después, la nostalgia de esta primera vuelta al mundo le hizo escribir El camino más corto. En el prólogo de su sexta edición de 1995 sostenía que el mundo del viajero había empeorado y sentenciaba: “El viaje se ha convertido para muchos en búsqueda desesperada de paraísos perdidos que ya no existen, en una prueba de uno mismo, en una huida”.

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