«Cuarta generación» de Aida Vega

La mujer sentada en el vagón apenas alza los ojos. Es joven, viste de negro, el pelo le cae sedoso y limpio sobre la frente, unas grandes gafas oscuras le cubren medio rostro.

  El vagón está casi lleno. Es un BAT, un tren que sobrevuela los suburbios de la Gran Ciudad para ir al centro. Los viajeros, aburridos, leen, bostezan, se miran unos a otros en silencio. La mujer no mira a nadie, permanece absorta, encerrada en su pensamiento, en su mundo, en su Misión. Se aferra obstinada a sus grandes gafas oscuras, aunque el cielo, allá fuera, es una masa compacta de nubes.

  Faltan diez minutos. Llegamos a tiempo. ¡Qué aburrimiento! No me gustan los viajes largos y no me gustan los BAT. Aquí dentro de los vagones hay demasiada gente, hace demasiado calor, un calor pegajoso y húmedo. Tengo los pantalones arrugados y un ligero dolor de cabeza. Querría quitarme las gafas pero no puedo, no en medio de todos ellos, son todos Nacidos. Veamos nuevamente, calle Decimosexta Circunvalación, número 32, tercer piso. Se llama Alejandro, tiene 35 años. También él es un Nacido. No sé nada más. No me puedo imaginar su cara, con ese nombre…Puede ser alto, moreno, guapo, … ¡Qué tontería! No tardaré más de media hora en llegar desde la estación hasta su casa. Y después, me estremezco, una especie de escalofrío en este calor húmedo. Así, sin conocerlo, sin haberlo visto antes. ¿Seré capaz? Tengo que serlo. Ya llegamos, el tren se para. Vamos allá.

  El BAT llega a la estación. Los andenes están limpios y ordenados, acogen el flujo incesante de viajeros y los expulsan a la calle vacía enfrente de la estación. La mujer sale la primera. Es delgada y camina rápidamente, la cabeza un poco inclinada, un pequeño bolso cruzado sobre el pecho. Una vez fuera de la estación camina con la seguridad de quien sabe su destino. Atraviesa la explanada, pasa debajo de los pórticos fosforescentes y emboca una avenida amplia y larga. Camina sin girar la cabeza hacia los escaparates que bullen, sin pararse a mirar los hologramas que las tiendas proyectan sobre el pavimento azul.

  Bien, ya estoy aquí. Ahora debo caminar, llegar y actuar. No debo pensar, es mejor dejar que todo ocurra. Ahora ya está decidido, no hay vuelta atrás. Debe ser así. Me debo tranquilizar, estoy confusa. Veamos.

  Me llamo Kálika, tengo 30 años y no soy una Nacida, soy una Creada. Es cierto que en estos días no tiene tanta importancia como hace años. Ya no nos miran mal, podemos entrar en algunos locales, somos iguales, bueno, casi iguales, si no, mi Misión no tendría sentido. Pero no, ahora no debo pensar en la Misión, debo llegar.

  Creo que no me habría gustado vivir en los Primeros Años. Ellos nos hacían de metal, vagamente humanos, con movimientos rígidos y artificiales. Éramos cosas suyas, sé que parece horrible, pero lo cierto es que, según nos enseñan hoy, los Primeros Creados no sentían, no pensaban, trabajaban en faenas pesadas y nada más.

  Pero la ciencia de ellos aumentó y los Creados de la Segunda Era podían sentir como los Nacidos. Hablaban, pensaban, sentían. Los Segundos eran casi idénticos a los Nacidos. Era imposible diferenciarlos sin análisis detallados. Pero eran más fuertes, aprendían más rápido y, sobre todo, eran inmortales. Se rebelaron, tomaron el poder e instauraron su Era. Los Nacidos vivieron en el terror, obligados a realizar los trabajos más duros. En sus libros de historia llaman a esta Era los Años Ominosos. Después, llegó su salvación. Descubrieron cómo podían eliminar a los Segundos y los exterminaron a todos, sin piedad. No quedó de ellos más que el recuerdo.

  Durante los años que siguieron decidieron no permitir la existencia de otros Creados.

  Sin embargo, tras largos experimentos, llegaron a la conclusión de que podrían crearnos sin peligro a nosotros, los Terceros. Tomaron grandes precauciones pues el Creador teme a su criatura. La teme, pero la necesita. Por eso existimos.

  Somos iguales a ellos excepto en los ojos. Nosotros tenemos ojos de metal fundido, líquidos, húmedos y brillantes de un gris intenso. Nadie podría creer que son ojos humanos. Vivimos subordinados a ellos. No nos tratan mal. Habitamos en dos mundos que no se tocan. No podemos acceder a cargos políticos, no podemos residir en edificios para Nacidos. Nos cruzamos en las calles, en los trenes y nos miramos sin miedo y sin curiosidad.

  Nuestro cuerpo es más fuerte que el suyo y más resistente a la enfermedad. Pero somos mortales.

  Nuestra mente es colectiva. Podemos tener pensamientos individuales, pero nuestro conocimiento y nuestra experiencia son comunes. Cuando fuimos creados, algunos Terceros aprendieron a hablar, de esta manera hablamos todos. Otro grupo de Terceros fue instruido para trabajar, por eso todos trabajamos.

  Sin embargo…

   La mujer se detiene ante un gran foso de agua oscura que se abre en medio de la calle abarrotada. Hundidos en el agua hasta la cintura trabaja un grupo indistinto de personas. Extraen el agua en cubos, la cuelan y la vierten en grandes vasijas transparentes. En la red que filtra el líquido quedan gruesas piedras negras y brillantes. Con un movimiento automatizado, los hombres del final de la cadena recogen las piedras y las encierran en contenedores metálicos. Todo el trabajo se desarrolla de manera rápida, los obreros ni dudan ni piensan. Empapados de agua viscosa tiemblan de frío, los dedos insensibles y arrugados parecen garras. Tienen la cabeza inclinada, el cabello enmarañado y la boca crispada en una mueca huraña. Uno de ellos alza la mirada hacia la calle iluminada por los hilos que cuelgan de las fachadas. Nadie lo mira, la gente va y viene, corre, se detiene, habla y respira sin notar siquiera a ese grupo del subsuelo que trajina en una tarea incomprensible, como absurdas hormigas gigantescas. El hombre deja errar su mirada unos segundos aún. Tiene ojos de metal ardiente, compactos y móviles, extraños y turbadores, iguales a los de sus compañeros. A su derecha, otro de los trabajadores se detiene un momento, se estremece con brusquedad y cae al fondo del agua. Muerto. Sus compañeros lo apartan rápidamente y siguen trabajando.

  Han pasado los diez minutos de sol previstos por la ley, las placas móviles de cemento se mueven y caen sobre el foso. Lo cierran herméticamente. De nuevo es un pedazo de calle transitable. Ahora, la mujer puede caminar por encima. Cuando comienza su marcha, oye un grito sofocado en el subsuelo, una voz de sorpresa e incredulidad, un “eureka”  en sordina por causa del asfalto.

  Tercera calle a la derecha. Allí es, detrás de la fábrica de energía. Ese grito bajo tierra… lo he entendido, sí. El Creado que ha gritado ha descubierto por fin cómo se extrae energía luminosa de la necrolite. Parece increíble que de esa piedra oscura como la noche pueda brotar la luz tras un simple proceso de fusión y mezcla con la foslite. Ahora, todos los Creados somos capaces de hacerlo.

  Para ellos, para los Nacidos, debe de ser irritante su mente individual. Aprenden entre tinieblas solitarias y se llevan a la tumba todo su esfuerzo estéril. Nosotros aprendemos juntos, de ahí nuestra fuerza imparable, de ahí que nuestra evolución sea tan rápida, de ahí mi Misión.

  Hoy lo conocemos ya casi todo, somos casi iguales a ellos. Hemos aprendido a gatear indefensos, a caminar tambaleantes; hemos sentido el dolor del crecimiento, las ansias de la juventud, el trabajo que lacera miembros y cerebro, la vejez implacable, la muerte. Conocemos el frío, el calor, el hambre, la sed, la risa, el llanto, la salud, la enfermedad. Somos casi idénticos a ellos. Solo nos falta un último conocimiento, el definitivo, el que nos hará iguales. ¡Ojalá pueda yo cumplir mi Misión por el bien de todos! ¿Seré capaz? Alejandro, 35 años, Nacido. ¿Será hermoso? ¿Sonreirá cuando abra la puerta? ¿Me mirará con sus ojos extraños, ojos donde la pupila se dilata y se contrae, ojos de color incierto, ojos de membranas sutiles? Y, ¿tendré el ánimo suficiente? ¿No me temblará todo el cuerpo al acercarme a él? ¿Seré capaz de tocarlo, de sentir su olor de Nacido, el flujo de la sangre, el incesante oscilar de los pulmones? Después, todo habrá acabado para mí y una nueva Era comenzará para nosotros. Seremos como ellos, caerá la última barrera. ¿Cómo me sentiré? ¿Cómo nos sentiremos? ¿Seremos otros después? ¿Seremos más fuertes o más frágiles? ¿Más duros o más tiernos?

  Esta es la casa. La ventana es la cuarta, la luz está encendida. Vamos.

   La casa está en un edificio de construcción reciente. Los grandes paneles del tejado se abren y se cierran con ritmo lento, siguiendo el paso de las corrientes de viento. Parecen grandes animales marinos moviendo sus tentáculos en el aire opresivo de este mediodía de fuego. La mujer se dirige hacia la entrada. La puerta dura y flexible se adapta a su forma para dejarla entrar. Después, se tapia de nuevo y la fachada se enfrenta a la calle con su habitual gesto hostil. La calle está casi vacía, apenas tres o cuatro vehículos de formas vegetales respiran aparcados en las esquinas mientras recuperan la fuerza para volver a sus viajes. Un grupo de muchachos pasa, aislados cada uno del otro por sus grandes cascos rojos que brillan con un insoportable resplandor metálico que ciega  a los pocos pájaros en vuelo. Las máquinas expendedoras de comida graznan su publicidad y ensucian la brisa de arena y fuego con el soniquete reiterativo de sus eslóganes y con las vaharadas de perfume sintético que exhalan a intervalos regulares. El olor aceitoso y azucarado de sus productos adormece a dos perros que se desmayan bajo el barc-autobús. En esta calle silenciosa y apartada no sucede nada, o, al menos, así se diría.

  Ha pasado media hora. La puerta se vuelve a abrir y deja salir a una mujer joven vestida de oscuro, de pelo sedoso y limpio que le cae sobre la frente. Es delgada, lleva un pequeño bolso cruzado sobre el pecho y camina con seguridad, como quien conoce su destino. En la mano derecha, se estremecen unas grandes gafas oscuras. La mujer alza hacia el cielo, perpleja, los ojos. Son ojos de metal fundido, líquidos, húmedos y brillantes de un gris intenso. Nadie podría creer que son ojos humanos.

  Tiene el rostro arrebolado, la respiración entrecortada, le tiemblan las piernas. Todo ha sido más rápido y más fácil de cuanto había imaginado. Camina unos pasos y se detiene, mirando la calle como si no la hubiera visto nunca. Todos los objetos, los vehículos, los edificios, los animales, las máquinas, le parecen iluminados por una luz nueva. Una luz grisácea, turbia e indecisa, pero luz al fin y al cabo.

  Bajo los adoquines, en el subsuelo pantanoso, en las fábricas, en las minas, en las canteras, en los campos, multitud de Creados alzan sus ojos metálicos al cielo y ven esa nueva luz, ese alba macilenta que se abre para ellos. Y en todos los rostros se extiende el rubor, se altera la respiración y las manos cargadas de azadas, de picos, de martillos, de redes, de palas y hachas tiemblan al unísono.

  Ya está. La Misión está cumplida. Ahora comenzará una nueva Era. Ya no siento nada, es extraño. Tenía que ser así, aún nos faltaba este último paso, esta iluminación. Ya somos iguales, ni Nacidos ni Creados. Allí en la calle Decimosexta Circunvalación, número 32, tercer piso, sobre la cama mullida y amplia, encontrarán el cadáver de Alejandro, 35 años. No me han temblado las manos hasta ahora. Ahora sí, la sangre de Abel ya se ha derramado sobre la tierra. Ya somos como ellos.

Aida Vega

Soy española pero he vivido mucho tiempo en el extranjero. Me gusta leer y me gustan las historias de las que no se sabe si suceden realmente o no.