Un taxi se detiene justo cuando algunas gotas de lluvia empiezan a caer. Cuando sube su equipaje e ingresa en el auto Claudia se da cuenta de lo mucho que le sudan las manos. Recuerda que debe tomar sus pastillas. No quiere aceptarlo, pero está nerviosa. Lo está desde que bajó del avión, o tal vez desde que dejó Bogotá. Nunca antes había sentido deseos de vomitar durante un despegue, pero son otros tiempos y no es la misma. Treinta años atrás era fuerte, tenía nervios de piedra, no se sentía ansiosa por un viaje de tres horas. Ahora respira hondo, intranquila, y mientras el taxi avanza, recuerda.
—Cuando te conocí —le dijo Lucas hace más de diez años, cuando se encontraron en Bangkok—, eras indestructible. Estabas completamente convencida del poder del cine militante y del video activismo.
En el recuerdo ambos están tomando sato cerca del Santuario de Erawan. El hombre lleva un saco gris y usa un nuevo estilo de lentes, unos de montura gruesa y cristales fotocromáticos. Continúa hablando:
—Aunque era bastante conservador al principio, te seguía el juego y cambiaba mis opiniones a tu antojo.
Bangkok. Las tardes en el Palacio Suan Pakkad. Allí ambos son once años más jóvenes pero ya lo suficientemente viejos para sentir vergüenza al besarse en público, o tomarse de las manos. Se conforman con una mirada, una sonrisa, una frase ingeniosa, con el roce de sus dedos. Saben que la vejez los ha vuelto tímidos. A menudo Claudia viaja a esa última noche.
Llegan ebrios al hotel y Lucas la lanza a la cama con fuerza. Ve que ella no se resiste y empieza a desvestirla rápidamente. En lugar de desabrocharle el vestido, lo rompe. Jamás ha sido tan violento y ella nunca ha pensado que pueda lastimarla en verdad, al menos no hasta ahora. Cuando ella piensa que acabará golpeándola el hombre se detiene y le asegura que siempre ha soñado una vida sencilla junto a ella, con hijos, un auto limpio y un apartamento en un edificio tranquilo, tal vez en el centro de una gran capital.
—Una vida pequeño burguesa —le dice—, aunque te burles.
Mientras deja volar la memoria Claudia mira la ciudad a través del parabrisas húmedo. La cabeza le da vueltas y piensa nuevamente en el pasado. Se ve en el hotel Siam Kempinski.
—Tus producciones eran las más arriesgadas de todas —le dice Lucas ahora recostado en una cama, encendiendo un cigarrillo—, eran una mezcla de sensualidad, de irreverencia,de valentía. Cada uno de tus videos provocaba una gran discusión.
La primera vez que se vieron estaban en el club estudiantil. Fue la noche en la que ella estrenó su primer video performance. Lo había grabado tres días antes en la casa del líder del grupo, un joven de veinte años lector de Marx y Freud. Todos se hacen en sus lugares. Las luces se apagan, se enciende el proyector, todos están expectantes. Oscuridad, silencio. De repente, de la nada, surge una imagen sobre la pared. Aparece ella, completamente desnuda, sujeta a una viga de metal.«¡Todo vale!», grita agitando unas cadenas. «¡Juntos a la insurrección!».
—Durante la proyección nuestras miradas se cruzaron —continúa el hombre.
Hay un silencio. Él expulsa el humo del cigarrillo por las fosas nasales y la mujer se sonroja.
—Me avergüenzan los viejos tiempos —susurra—. Demasiada ingenuidad en el aire.
—A medida que iba conociéndote —sigue diciendo él—, y a pesar de todas mis dudas, empecé a creer que todo era posible, que tenías razón, había que revelarse. Me olvidé de lo que creía y me enfoqué en ese único propósito. Nunca, antes o después, defendí algo tanto. Ahora todo me parece tan distante y vacío.
La noche de su tercer video Claudia vio a Lucas subir en su automóvil y se acercó a él. Le pidió que la llevara a la avenida octava. El aceptó y conversaron durante el trayecto. Él evitaba mirarla y le temblaba la voz. En tan solo un par de meses, sin embargo, se transformó en un hombre duro e inflexible, en uno que tomaba la voz en las marchas, alguien que pegaba panfletos frente a los bancos y que cada día, sin importar lo que sucediera, le escribía una amenaza al gobierno nacional. Al poco tiempo acabó tomando el lugar del antiguo líder estudiantil. Por aquel tiempo él y ella solían cantar juntos:
A pesar de todo vivo,
sigo cuidando mis amores,
mis pecados casi perfectos,
vida común, vida de sueños.
—¡El tiempo está terrible! —exclama el conductor, haciendo que Claudia vuelva en sí.
El auto se ha detenido en un semáforo. Ella tiene un ligero dolor de cabeza, la lluvia choca con el parabrisas y ya no logra ver claramente la ciudad.
—¿Tardaremos mucho en llegar al hotel? —pregunta.
—En cinco minutos —contesta el hombre.
Quince minutos más tarde el auto se parquea frente al hotel. Ella baja su maleta, sin importarle la tempestad, y se registra y sube hasta su habitación, la 366. De inmediato se quita la ropa mojada, se pone su pijama rosa y se recuesta en la cama. Intenta dejar la mente en blanco. Se queda inmóvil y poco a poco anochece. Aún le sudan las manos y el deseo de vomitar no la abandona, pero decide evitar las pastillas. Cuando empieza a tranquilizarse, y piensa que se acabará durmiendo, suena el teléfono. La mujer deja transcurrir algunos segundos antes de levantar la bocina. Un timbre. Dos timbres. Tres…
—¿Te fue bien en el viaje?—le pregunta Lucas. Ella nota que la voz le ha cambiado, que ha envejecido: se ha vuelto grave y áspera.
—Sí —le responde—, fue un viaje tranquilo. Gracias por reservar la habitación.
Detrás de Claudia las ventanas están abiertas y entra una fuerte corriente de aire. El hombre ríe y de inmediato ella lo imagina en su cabeza. Una gran sonrisa, arrugas en la frente, los incisivos laterales sobre los incisivos centrales y un poco de vello en el mentón. Siempre le pareció que tenía un rostro demasiado fino para su carácter.
—Me alegra que todo saliera bien —al decir esto guarda silencio. Ella puede escuchar voces de niños detrás de la respiración del hombre.
—Te veré mañana en el congreso —dice pronunciando lentamente cada sílaba—. Salúdame a Mariana.
La llamada termina allí y Claudia vuelve a tumbarse en la cama. Resuelve no cerrar las ventanas y observa detenidamente la danza de las cortinas azules ante el viento, el hotel del frente, las nubes desapareciendo en la oscuridad, las luces nocturnas encendiéndose una a una. Ha dejado de llover y la noche fresca le hace pensar en su ciudad natal, en la antigua avenida veinticuatro, en el olor del cigarrillo y en el sabor de sus primeras cervezas. De pronto, pensando en aquellos momentos que desvanecidos, siente que ella misma es una sustancia liviana que se eleva fuera de la habitación. Algo etéreo que se funde en el aire y resbala lentamente sobre los edificios mientras las horas avanzan y avanzan. Son las nueve. Son las diez. Las doce y no logra dormir. El tiempo corre mientras fija la mirada en el exterior del cuarto, recordando. Aunque no le importan, tiene la impresión de que su rostro cansado la pondrá en evidencia el día de mañana cuando esté ante él.
Cuando sale el sol no le cuesta mucho dejar la cama. Decide darse una ducha de agua fría que le hiele de pies a cabeza. Después de estirar un poco el cuerpo se viste, se pone un poco de labial, toma un taxi y se dirige a la universidad. Cuando entra al auditorio principal del departamento de estudios audiovisuales, ve a Lucas listo para dar su conferencia inaugural. Lleva una chaqueta marrón y una corbata de formas geométricas. La ropa con la que lo conoció era similar. Es como un sueño vívido. Luego el hombre está leyendo su último estudio y haciendo bromas difíciles de entender. El público ríe. Ella está frente a él, fingiendo que toma apuntes y de rato en rato le sonríe. Las manos no dejan de temblarle. El aire es pesado y no puede entender lo que él dice, solo lo ve allí, envuelto entre frases y susurros, como una mancha indescifrable. Al cabo de un rato Lucas le agradece al público su asistenciay deja el estrado. Ella nota que también su forma de caminar ha cambiado, se ha vuelto lento y se inclina hacia delante ante cada paso.
—Has estado increíble—le dice Claudia al acercarse—. Me encantan tus teorías sobre el montaje.
Lucas la saluda amablemente, dándole un abrazo. Ambos, aunque sonrientes, parecen caer rápidamente en cuenta de lo mala que ha sido esta idea de volver a estar cara a cara. Han envejecido considerablemente.
—¿Cuánto llevas interesado en esto? —le pregunta ella mientras avanzan hacia la salida del auditorio—. ¿Tres años, tal vez?
Él niega con la cabeza.
—En realidad cinco —contesta—. Pero he decidido dejarlo y empezar a escribir.
Ella vacila por unos instantes.
—Pero ya escribes.
El hombre le aclara:
—Lo sé, pero ahora quiero escribir guiones, tú entiendes.
Fuera del auditorio, varios asistentes discuten sobre distintos temas. El murmullo general impide que ambos puedan seguir hablando con tranquilidad.
—Como sea —se apresura a decir Claudia—. Estoy segura de que lo harás magnífico, si eso es lo que te propones—dicho esto hace una breve pausa—. ¿Te gustaría una taza de café?
Él vuelve a negar con la cabeza, esta vez mientras desvía la mirada hacia el suelo.
—Me lo prohíbe el médico—asegura—. Y me temo que tampoco podré llevarte a cenar esta noche, como habíamos convenido.
Él se queda en silencio por un momento, reflexionado en si es prudente explicarle las razones de su decisión.
—¿Quizá mañana puedas…?
Ahora es Claudia quien niega.
—No, mañana debo ver a alguien —inventa apartándose un poco de él —. Pero no te preocupes. Ya tendremos tiempos de hablar.
Ríen. Están incómodos, asustados. Contienen el impulso de hablarse con franqueza, sin rodeos y formalidades. Pero ninguno da el primer paso. Intercambian un par de ideas sobre sitios de la ciudad, sobre algunos restaurantes, recuerdan viejos amigos y discuten superficialmente sus investigaciones más recientes, entonces simplemente se despiden con un beso en la mejilla.
La mujer vuelve al hotel, a la soledad de la habitación 366, al tiempo muerto, a las ventanas en la noche. No deja de fundirse en el aire mientras los minutos avanzan. De cierto modo, piensa que su paso por la ciudad termina aquí, con su mirada puesta ante un paisaje extraño, ante un pasado que ahora le parece impreciso y lejano. Durante los próximos dos días Lucas y Claudia volverán a verse, aunque no se acercarán el uno al otro. Evitarán estar juntos en los mismos auditorios, encontrarse en la cafetería del edificio o en los pasillos. Él escuchará la conferencia que ella dé, como ella ha escuchado la que él ha dado, y tomará notas y hará una pregunta al finalizar la intervención:
—¿Dónde pueden consultarse tus últimas obras audiovisuales?
Es una pregunta vacía. Claudia acercará el micrófono, le dará una respuesta corta, ambigua, su voz vacilará, y ese será el último contacto que tengan. La mujer volverá al hotel. Se preguntará si ha hecho algo mal. Esperará una última llamada. Esperará. Esperará. Después alistará la maleta y finalmente tomará un taxi. En las calles y autopistas evitará fijarse en la ciudad. Está segura que de no fijarse en ella difícilmente la recordará.
Más tarde, al empezar a arrastrar su equipaje sobre el piso del aeropuerto, sentirá que está punto de desmayarse y se sujetará del pasamanos de unas escaleras. No pedirá ayuda ni tomará sus pastillas. Tras unos minutos se recompondrá, hasta que en la sala de abordaje vuelvan las náuseas, el desequilibrio, vuelvan las manos húmedas, el dolor de cabeza, Bangkok, las tardes en el Palacio Suan Pakkad, y finalmente se convenza, echándose a reír, de que ha llegado la última edad de la nostalgia.