Ya Aristóteles, desde que desentramaba los versos de su Poética, se había dado cuenta de que a todos nos gusta ser representados. La mímesis, que el filósofo había descubierto en las representaciones de la tragedia, llegaba a su máxima expresión cuando alcanzaba la katharsis, que de un modo o de otro podría definirse como el punto de la obra en la que el espectador se siente identificado con lo que está ocurriendo en escena. Llegado este momento, el público, usualmente, experimentaba un clímax moral, espiritual e intelectual que pocas veces podía sentir en su realidad cotidiana, en el ordinario paso de los días que transcurrían en la ceguera más aguda, y en el letargo más profundo y somnoliento.
Después de la espléndida época dorada del teatro griego y romano, occidente cerró de nuevo los telones de sus sentidos, sumiéndose en un sueño profundo y tranquilo, evitando cualquier cuestionamiento que tuviera su origen en la representación de la humanidad. La experiencia del teatro solo volvió a florecer entre los siglos IV y IX cuando la iglesia atacó con furiosa embestida en la mente de sus feligreses. El escenario volvió a levantarse en templos, carromatos, plazas, salones señoriales, aulas escolares y tabernas, preparado para funcionar como el espejo más cruel, pero a la vez el más sensato, de la naturaleza humana.
Ya para los siglos XV y XVI, la corriente humanista erigió templos dedicados a la representación, que ya desde la antigua Grecia se relacionaba con lo sagrado. Dichos templos, denominados teatros o anfiteatros, dieron paso a la merecida importancia de la mímesis en la psiquis del público, que recibía del teatro no solo una distracción o una diversión, sino que también acogía de sus tablas la posibilidad de verse reflejado.
El teatro adquirió distintas formas en esta época de floreciente actividad. En España surgió el corral de comedias, y en Inglaterra los empalizados de The Swan, The Globe, The Theatre o The Rose, llegaron para sumergir al público en una grata experiencia imaginativa. Estos nuevos anfiteatros, erigidos aquí y allá en la ciudad de Londres, adoptaron la seriedad de la corriente humanista, pero también se alimentaron de las farsas populares de la Edad Media.
Los teatros isabelinos, de hecho, configuraron una relación actor -público muy particular. La representación no tenía las virtudes del teatro italiano del siglo XIX, en el que se buscó una separación entre los espectadores y el espectáculo a través de una cuarta pared, o en el que se trató de generar una realidad ilusoria. En el teatro isabelino el público no buscaba enajenarse, pues sabía que estaba en el teatro y que todo lo que iba a ver representado en escena era justamente eso: una representación. De esta forma, el teatro demandaba una participación activa del público, que asediaba el escenario por todos sus frentes y que colaboraba en este ejercicio con los actores para que el teatro se convirtiera en ese templo en el que todo podía ser representado.
La complicidad del público y el tiempo y espacio dramáticos

En el teatro isabelino el público asumía el papel de cómplice, y su principal aliado en esta tarea era el uso de la imaginación. En el libreto de las obras está la mayor evidencia de los recursos imaginativos y de la teatralidad, que en resumidas cuentas, ponía en evidencia el juego y el artificio propios del teatro de este período. En esto también, el teatro isabelino era muy distinto al teatro italiano del siglo XIX, en el que la utilería, el juego de perspectiva de la caja negra y el uso de numerosos decorados y efectos especiales buscaba enajenar al público del teatro y hacerle creer que estaba viviendo una experiencia distinta a la de su propia realidad.
Uno de los recursos más evidentes del uso de la imaginación del espectador está en la maleabilidad del tiempo y el espacio dramáticos, que en el teatro isabelino no le debían nada al tiempo real. En el escenario neutro el tiempo se frena, se mueve y se corre según la conveniencia. Como bien lo decía Shakespeare en el coro de Enrique IV, el género teatral de esta época daba la posibilidad de “cabalgar sobre las épocas y amontonar en una hora los acontecimientos de numerosos años”.
Un ejemplo muy conciso de este tipo de temporalidad lo encontramos en el acto V de Fausto, cuando al protagonista se le cumple su último plazo. Cuando el reloj llega fatalmente a las 11 de la noche, el personaje exclama: “Oh Fausto, una breve hora de vida es todo tu tesoro”. Si cabalgamos juntos, unos versos después serán las 11 y 30, y todavía unas líneas más tarde, cuando la media noche llega con sus gélidas campanadas, Fausto vuelve a proferir: “¡Ya suena, ya suena! ¡Cuerpo, conviértete en aire”. En medio de truenos y relámpagos, los demonios asedian la escena, llevándose al protagonista entre sus brazos. En el tiempo real del espectador no han pasado más de 10 minutos, pero en el tiempo dramático ha transcurrido ya una hora entera. Ese tiempo apremiante que determina el destino de los protagonistas es maleable de acuerdo a la disposición del público, que bramando junto al actor, juega a que realmente ha transcurrido la última hora de vida de aquel que puso su alma en venta.
El recurso del espacio también puede abarcar todo tiempo de lugares. En el espacio neutro del escenario isabelino podíamos viajar de Verona a Dinamarca, de Malta a Grecia, de los mares más embravecidos a las montañas más frías y rocosas, del cielo al infierno, de los grandes salones de un palacio a los más oscuros pantanos. Esta maravillosa movilidad geográfica solo era posible mediante la complicidad actor –público, que a través del diálogo establecían un pacto con la imaginación. De hecho, el actor, en el diálogo describía algunos atisbos del espacio, dando lugar a un decorado verbal más valioso que cualquier utilería.
Un ejemplo de esto podemos encontrarlo en Macbeth, cuando Duncan va entrando al palacio y dice: “Este castillo tiene un emplazamiento delicioso. El aire, suave y apaciblemente, se recomienda por sí solo a nuestros finos sentidos”. Con estas palabras el actor ya despierta fácilmente la imaginación del público sobre el escabroso castillo, que unos versos antes ya había sido presentado con inquietud por Lady Macbeth: “Hasta el cuervo enronquece anunciando con sus graznidos la entrada fatal de Duncan bajo mis almenas”.
Es así como en un escenario neutro, dotado solo de la utilería más básica y artificiosa, los diálogos proferidos establecían la alianza entre el actor y los espectadores, que bien dispuestos a través del ejercicio de la imaginación, alcanzaban a comprender la maleabilidad del tiempo y la versatilidad del espacio.
Acción múltiple y personajes Aleph

Así como la imaginación del lector podía “cabalgar sobre las épocas” y visitar todos los rincones del globo, también abría la posibilidad de que en el escenario pasara cualquier cosa. Batallas, escenas de venganza, escabrosas muertes, apariciones, fantasmas y seres fantásticos invadían las tablas del teatro , dándole lugar a la representación de las escenas más violentas y dándole visibilidad a lo invisible.
Si bien el género dramático tiene criterios de selección sobre lo que puede o no ser representado en escena, esos lineamientos se volvieron mucho más flexibles a través del criterio de la sinécdoque teatral. Con unos pocos actores y alguna utilería básica se podía representar una batalla enorme como la de Agincourt en Enrique IV o como la de Bosworth en Ricardo III: con la exhibición de solo una parte de lo que fue la acción, el público podía imaginar el resto.
En cuanto a las sombras y apariciones, el teatro apelaba a los recursos más populares: entre humaredas, estruendos y tramoyas, fantasmas y seres de ultratumba visitaban el escenario desde el más allá, para venir a atormentar a sus asesinos o para interrumpir el tranquilo existir del mundo de los vivos. Estos personajes venían a poner a prueba la naturaleza humana, y a librar el lado oscuro de las almas de los personajes.
Finalmente, es pertinente hacer una alusión a los personajes mismos, que en las obras del teatro isabelino alcanzaron una gran complejidad. Por un lado, Macbeth, Lear, Otelo, o Hamlet que es quizás el más famoso en este sentido, se mostraban como amigos leales, fieles compañeros, inteligentes monarcas o amigos serviciales, pero también a lo largo de la pieza mostraban contradictorias facetas que surgían del enfrentamiento con sus propias consciencias o con los hechos que los rodeaban. En este sentido, el teatro isabelino logró exhibir en escena gran parte de las características del alma humana, tan endeble y contradictoria a la vez.
Siendo los personajes isabelinos todo un Aleph de la naturaleza humana, eran increíblemente teatrales, estableciendo complicidades y pactos con el público a través de sus diálogos. Monólogos y apartes plagaban las escenas estableciendo una alianza con los espectadores, y a la vez, mostrando cómo los personajes, en sus infinitas contradicciones, jugaban a ser otros la mayoría del tiempo. El ejemplo más claro de dicha ductilidad es Yago, que ya desde la primera escena de Otelo declara “no soy lo que parezco”, pero además, cuando aconseja a Cassio para que perjudique a Desdémona, también dice: “Cuando los demonios quieren sugerir los más negros pecados, principian por ofrecérsenos bajo las muestras más celestiales, como hago yo ahora”.
El uso de estos numerosos recursos hizo posible que el teatro isabelino, como género, aportara de dos formas imprescindibles al mundo de la representación y a la vez, a la comprensión de la humanidad. En primer lugar, estableció una alianza con el público, para que en su imaginación hiciera del escenario un albergue de posibilidades infinitas de acción, tiempo, espacio y personajes. En segundo lugar, esta ductilidad y maleabilidad que eran posibles gracias a la participación de los espectadores, lograron abrir las puertas de la mímesis y traspasar los límites de aquello que podía ser representado. De esta forma, el teatro dejó de ser una mera diversión, y pasó a ser la herramienta más útil y el espejo más transparente y fidedigno sobre el que alguna vez nadó silencioso nuestro instintivo reflejo.