Confucio, Gengis Kan, Napoleón Bonaparte… Muchos han sido los grandes nombres a lo largo de la historia que han impulsado la meritocracia. El gobierno de los mejores no ha sido un modelo aplicado en todas las etapas de la humanidad. Sin embargo, sí ha sido una constante. Una que de una u otra forma ha terminado empapando de lleno la cultura actual. ¿A quién no le han dicho nunca que para conseguir ser alguien en la vida hay que esforzarse? Mas o menos lejos de la realidad, esa mentalidad ha vertebrado la jerarquía de atención de los sentidos. Todo debe ser puntuado.
La industria del videojuego, como sector que se rige enteramente por el capital que mueven sus empresas, ha visto en el sistema de valoración de sus productos un mecanismo perfecto. Una compleja red de intereses, en la que el valor cuantitativo de los análisis queda relegado a un segundo plano. Los juegos no se venden por el hecho de que un medio de turno haya relatado con prosa sus ideas respecto al personaje de la historia. Ni tampoco por un discurso sobre la riqueza de su universo. Lo único que importa son los números. Y estos a su vez solo representan la punta del iceberg que hace funcionar a un sector en rápida expansión.
Los líderes de opinión marcan el ritmo
Metacritic y Opencritic se erigen como principales reguladoras del juego. Reuniendo todas las valoraciones de la prensa sobre los diferentes videojuegos, no solo se convierten en líderes de prescripción, sino que funcionan como botes salvavidas de los trabajadores de los estudios. La obsesión por tener la nota media más alta, invita a las empresas a perseguir solo ese objetivo. Se deja de lado la calidad de lo que crean o su aportación al medio. Y cuando este súmmum no se logra, la organización jerárquica termina empujando a los últimos eslabones fuera del sistema. No obstante, los críticos no son los únicos que invitan a los estudios a abandonar la creatividad.

Con más de 16 millones de usuarios, Steam se ha convertido en la red de intercambio de opiniones más grande de la industria. Miles de personas se conectan día a día a esta tienda virtual de Valve. Ahí pueden adquirir títulos, interactuar con sus amigos y dejar sus valoraciones sobre lo que juegan. En poco más de una década, la plataforma ha irrumpido como la primera referencia para los compradores y se ha colocado en el engranaje clave de la lógica consumista. La correlación entre buena nota y buenas ventas se ha visto reforzada, sí, pero no solo para los grandes estudios.
De la democracia a la tiranía del pueblo
La meritocracia ha traído consigo una libertad de expresión que ha roto gran parte de las barreras que establecían las economías de escala. Los grandes presupuestos de los estudios triples AAA ya no son tan importantes a la hora de determinar el éxito comercial de un juego. Pequeñas compañías sin apenas recursos han visto cómo su trabajo se idealizaba y llegaba a públicos antes inaccesibles. Todos tienen cabida en una comunidad abierta de publicación como Steam. Todos pueden llegar a los oídos de jugadores de todo el mundo. Así, las opiniones entre iguales se han ido reforzando lejos de la sospecha sobre la prensa especializada. Ahora todos son críticos, y ahora también todos pueden influir en las políticas de las empresas, y, por ende, poner más presión sobre los trabajadores.

Sin la barrera editorial ¿quién regula ahora lo que se dice y cómo se dice? Una persona anónima puede, como ya se ha visto en ciertas ocasiones, iniciar una campaña de desprestigio para hundir la nota de un juego. En ese contexto la prensa se ve forzada a seguir la corriente. Eso o dar preeminencia a la opinión del redactor sea cual sea. En casi todas las situaciones, el escarnio público hacia la posible compra del medio es casi inevitable. No es extraño ver que muchas revistas y webs especializadas hayan comenzado a optar por abandonar la calificación numérica. Las notas de los usuarios tienen mayor poder de convicción. Estas son casi instantáneas, y gozan en ciertos casos, de mayor credibilidad.
Ahora uno de los tres pilares que sostenían el sistema, quienes debían hacer de intermediarios, han pasado a un segundo plano. Los jugadores han pasado a hablar de tú a tú con los estudios. Y en esa conversación los únicos perjudicados han sido los trabajadores. Empleados que, sin capacidad de decisión, pagan los platos rotos de las altas esferas.