Hace unos meses se estrenó el documental Saura(s) (2017), dirigido por Félix Viscarret. En este el cineasta oscense departe, más o menos amigablemente, con seis de sus siete hijos. Y no sólo sobre cine. De hecho, casi no hablan de cine. Porque, pese a la timidez casi crónica de Saura, se tratan sus aficiones/obsesiones: la fotografía, la pintura, la música…
Pero se habla sobre todo del pasado. O del miedo, diríamos pavor, del oscense a recordar. O a dejarse llevar por la nostalgia. Porque Saura siempre mira hacia adelante, hacia su próximo proyecto. Que quizá sea un nuevo documental sobre alguna música folclórica. Como la inmensa mayoría de sus últimos trabajos, desde Sevillanas (1991) hasta Jota, de Saura (2016), pasando por Tango (1998), y por los que tal vez el público de este siglo conozca a Saura.
Y es una pena este miedo al pasado. Pues si algo tiene el genio oscense es pasado. Tanto cinematográfico como personal, mezclándose ambos en toda su obra.
El «Mito Saura» junto a Elías Querejeta
Y decimos genio con todas las letras y todo el sentido. Porque, desde su debut con Los golfos en 1959, hasta Deprisa, deprisa (1981), que marcó el final de su fructífera relación con Elías Querejeta, Saura entregó una buena decena de clásicos. Obras capitales para entender nuestro cine y nuestra historia. Y la de Saura.
Porque tras su debut, obra que bebía del neorrealismo italiano y de la obra de su paisano Buñuel, y la digna pero olvidable Llanto por un bandido (1964) Saura empezó a tener a Querejeta como productor. E hicieron La caza (1966). Una absoluta obra maestra en la que, con la excusa de un domingo de caza entre cuatro amigos, se hace una radiografía atroz de la España de la época.

Y el cine cambió, empezando el conocido como «Mito Saura».
Porque desde esa película Saura se convirtió, junto a Fernán-Gómez y Buñuel, en el mejor retratista de la sociedad española, de su presente y de su pasado. Pero, a diferencia de sus coetáneos, Saura lo hizo de una forma más abstracta, más simbólica. Mucho más influida por el psicoanálisis, otra de sus grandes pasiones.
Así en Peppermint Frappé (1967) elaboró un prodigioso estudio de la pacata sociedad de provincias española. Todo en clave psicológica debido a la obsesión malsana de López-Vázquez, haciendo su papel de españolito pero sin hacernos reír esta vez, por la mujer de su amigo, la exótica Geraldine Chaplin. Y fue con López-Vázquez y Chaplin, ya fuera juntos o separados, con quienes realizó sus maravillas de los setenta.
Porque Saura encadenó, de 1970 a 1979, siete obras maestras consecutivas. Empezando con El jardín de las delicias (1970) en la que empieza a recurrir al pasado, pues el protagonista sufre amnesia y su familia intenta que recuerde. Continuado por obras maestras de la estructura cinematográfica y de la importancia del pasado como Cría cuervos (1975) y Elisa, vida mía (1977). Para terminar con Mamá cumple cien años (1979), última con su musa Geraldine, más desaforada y continuación de la muy simbólica Ana y los lobos (1972).
España, su presente y su pasado, a través de los ojos de un niño-hombre
Pero si una película habla de lo que era y es Saura para el cine, y de su obsesión por el pasado, esa es La prima Angélica (1973).
En esta obra capital del cine español y mundial, un López-Vázquez de mediana edad quiere enterrar a su madre en su ciudad de origen. Y vuelve a la casa familiar que tantos recuerdos le trae del verano de 1936. El verano en el que comenzó la Guerra Civil. Y lo que era una visita de unas semanas a su abuela se convirtió en una separación de sus padres de tres años. El verano en el que se empezó a enamorar de su prima Angélica. El verano en el que descubrió todo lo que separaba a sus padres del resto de su familia.

Y Saura lo muestra con una estructura magistral, entremezclando el presente y el pasado. Y doblando los papeles. Así López-Vázquez hace a la vez de su yo adulto y su yo niño, y Lina Canalejas de Angélica adulta y de su madre. O Fernando Delgado del padre de Angélica, franquista represor, y de su marido en el presente, miembro todavía de la clase dominante.
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Saura elabora un juego de espejos en los que habla sin tapujos de cómo el pasado nos forma, y de cómo la vida es cíclica y los males del mundo y los errores humanos se van repetir ad infinitum. Así López-Vázquez siempre va a estar enamorado de Angélica, como le atraía su tía de niño. Y Fernando Delgado será siempre un represor, ya sea de las libertades o de su mujer Angélica. En resumen, una obra maestra que justifica por sí sola el “mito Saura”.
Sin embargo, la carrera de Saura dio un giro a primeros de los ochenta. Dejó de trabajar con Querejeta y se separó de Chaplin, su musa y pareja. Y comenzó a hablar de otros temas. A hacer otro tipo de películas. Más centradas en explicar la realidad presente y en entretener. Mucho menos profundas, como la multipremiada ¡Ay, Carmela! (1990), obra muy digna que sin embargo palidece con sus filmes de los setenta.
Y en Saura(s), nuestro genio oscense se muestra reacio a todo lo que tenga que ver con su pasado. Y afirma, viendo escenas de sus obras de los setenta, que no se acuerda de ellas. Y dice, con razón, que ahora nadie se las habría dejado rodar.
Y no podemos sino sospechar que lo único que le ocurre a Saura es que le da pavor recordar sus tiempos con Querejeta. Y con Geraldine. Tiempos mejores, y no sólo en el cine.