En ocasiones el término locura ha sido aplicado, no solo en la historia de la humanidad sino también en la historia de la ficción, bastante a la ligera. Apodar a un personaje ficticio o histórico con el apelativo de “loco” ligaba automáticamente su existencia a un comportamiento, a una expresión facial o corporal, a discursos muy determinados. Lo curioso es que en la mayoría de estas ocasiones dicha locura o enajenación no era más que un recurso del personaje en cuestión para llevar a cabo un plan o poner término a una circunstancia.
El loco por antonomasia
La literatura española ha otorgado al panorama de la ficción universal el loco por antonomasia: Don Quijote de La Mancha. Las referencias constantes a este personaje cervantino hacen de él el modelo de la locura literaria. No obstante, en el final que Don Miguel dio a su personaje, la enajenación literaria lleva el nombre de Don Alonso Quijano. Enloquecer por y para la literatura convierte a este ‘don nadie’ con ínfulas de caballero en un mito inquebrantable.

Enajenar o estar enajenado, esa es la cuestión
Pero la locura no siempre es lo que parece y a veces, la cordura la gobierna para llevar a cabo sus planes. El príncipe de Dinamarca shakesperiano habla con fantasmas, mata por error y arrastra a Ofelia a la locura que él mismo pretende. El espectador se debate entre la depresión de un hijo desconsolado y la locura de un intento de héroe casi matricida. Las palabras puestas en boca de Hamlet quieren formar parte del prototipo de personaje enajenado. Sin embargo, su discurso es más cuerdo de lo que sus actos manifiestan. Y es que muchas veces el dolor llega a tal nivel de cordura que se asemeja a la locura.

La demencia romántica
Los románticos, en su estilo, van un paso más allá. La locura se transforma en trastorno obsesivo-compulsivo como le ocurre al protagonista del relato breve italiano La lettera U. En él, Tarchetti retrata a un hombre obsesionado con la última vocal del abecedario y que, como explosión a su demencia, se casará con una encantadora joven de nombre Úrsula.
Más centrado en la expresión facial está el relato de E.T.A Hoffman, El Hombre de la arena, donde la mirada de una autómata desencadenará la demencia de uno de los protagonistas, que se enamora de ella. La unión del hombre y la máquina produce monstruos, o locura. En otras historias románticas, un tic nervioso o un defecto físico pueden acabar incluso en sangre. Así le ocurre al protagonista de El corazón delator de E.A. Poe, que obsesionado con la asimetría de su padrón, tuerto, acabará asesinándolo. Enajenaciones dispares que llegan a su punto álgido creando el tipo literario ‘loco’ de cabellos erizados, mirada perdida y sonrisa desencajada.
Locura y estupidez de la mano
La enajenación literaria no siempre es fácil de detectar o, incluso, no siempre está claro a quién pertenece. Pirandello, maestro del teatro de entre siglos, juega con la máscara de la locura en su Enrique IV. Se trata de una obra de teatro llena de locos, aunque el realmente identificado como demente sea su protagonista. Una sociedad de apariencias donde un pueblo entero se adapta al trastorno temporal de personalidad del personaje principal, llegando a límites irrisorios donde el loco se convierte en el rey de los cuerdos y al final los gobierna a todos.

Locos o cuerdos, dementes o sanos, trastornados o equilibrados, los anteriores personajes literarios se mueven entre estos dualismos o bipolaridades de la mente humana, poniendo de manifiesto la complejidad y, en la mayoría de las ocasiones, la absurdez del animal racional por antonomasia.