Las puertas de la modernidad: de Gregorio a Ulises

Convulsión puede ser una palabra estupenda para plasmar, personificar, al monstruo inefable llamado literatura. Como si de un cruento exorcismo se tratase, el autor identifica sus demonios internos, amén de sus dilemas humanos, en pos de una placentera desintoxicación. Compone y plasma, recrea sus propias escenas con el fin de hacerlas pertenecientes a la subsistencia del lector.

Del mismo modo que el resto de artes loables, la literatura ha sufrido multitud de cambios a lo largo de estos siglos pasados. Aquellos impulsos eléctricos que han sostenido nuestra civilización, fruto de la inquietud del Hombre, siempre han estado prestos a la exaltación del medio artístico, con mejor suerte unas veces que otras. No obstante, como un chimpancé mecido por la primera ley de Newton, se ha padecido usualmente una mezquindad intrínseca en cuanto al cultivo del intelecto compete.

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James Joyce en Dublin

Tras siglos de incipiente deceso, como si de un gigante dormido se tratase, y fruto de un contexto histórico serpenteante, un atisbo de claridad acertaba a manifestarse. Cohibido al principio, más explícito al cabo de los años, el manuscrito parecía no soportar de ningún modo el hastío, la moraleja dogmática imperantes. El siglo XX se alzaba sanguinolento: miseria en las calles, guerra y trenes que se escapaban de las pantallas cinematográficas. Un estirado austriaco comenzaba a hablar sobre sueños y sexo, a la vez que un joven alemán desmenuzaba a la burguesía entre decadentes convites.

¿Qué se encuentra ante las puertas de la modernidad?

Tras la humareda y las gangrenas de metralla se vislumbra el reflejo más primario: la muerte, la condición humana, el destino y la decadencia de la ética. Merece la pena detenerse a analizar dos años clave: 1915 y 1922. En uno se libró la Batalla de Gallipoli, en otro Mussolini llegó al poder. Sin embargo, en el terreno intelectual de las puertas de la modernidad, se publicaron dos novelas cruciales: La Metamorfosis, de Franz Kafka y Ulysses, de James Joyce, respectivamente.

Sendos ejemplares, reconocidos como piezas clave en el transcurso de la cultura seglar, marcaron unas pautas vanguardistas desconocidas hasta entonces. Ora técnicas, ora argumentativas. Algunos hablan de un colosal resentimiento contra la humanidad, otros lo interpretan como un libro en el que se procede a la destrucción del mundo”, carente de un sentido mayor que el de un catastrófico mensaje de nihilismo metafísico.

Tras controversia y veneración por partes iguales a sus espaldas, este megalómano Ulises de Joyce, probablemente el mayor petulante de Dublín, comprende “el montaje cinematográfico, el impresionismo pictórico, el leitmotiv en música, la asociación libre del psicoanálisis y el vitalismo en filosofía”. Las peripecias de Bloom y Dedalus, como si de una fugaz Odisea se trataran, aúnan monólogos y pesares, miedos y obscenidad a partes iguales en torno al nº 7 de Eccles Street, la Ítaca del siglo pasado.

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En palabras del crítico Edmund Wilson se tienen la mejor síntesis posible de sus aproximadas mil páginas: «Joyce, incluyendo todas las bajezas, hace que sus figuras burguesas conquisten nuestra comprensión y respeto, dejándonos ver en ellas los dolores de parto de la mente humana siempre esforzándose por perpetuarse y perfeccionarse, y del cuerpo siempre trabajando y palpitando para hacer surgir alguna belleza desde su sombra».

1500 kilómetros al este, en esa misma modernidad, se gestaba en la capital del Imperio austrohúngaro años atrás, empapado por la Primera Guerra Mundial, un registro existencialista sin parangón, que inspiraría multitud de sueños y pesadillas. Con la transformación kafkiana, la deriva del ser humano, asemejado a la degradación del parásito animal, ofende al lector medio con su nigromancia esperpéntica, al mismo tiempo que lo encandila en un mar de metáforas y simbolismo. Con esta corta novela, de no más de cien páginas, Franz Kafka ganó la ansiada inmortalidad que perseguía Joyce, una perennidad harta repudiada a lo largo de su vida por su inestable personalidad.

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Cuando el sueño se vuelve realidad, o cuando toda transformación lo enfunda, Gregorio Samsa despierta convertido en cucaracha, sintiendo el repudio de su familia lenta y dolorosamente. Tal vez ese despertar fuese un canto, un secreto a voces que consiguió salir de una trinchera de Verdún. No se necesita mayores abalorios, pues la prosa comenzó a ser escueta y precisa.

Las vanguardias tomaron posiciones junto a las añadas sucesivas, dando luz a corrientes y movimientos, fuertemente inspirados por las obras citadas, que hicieron del mundo su mayor lienzo. De Gregorio a Ulises, de Ítaca a las Protestas de Praga, las puertas de la modernidad fueron abiertas dejando un Antiguo Régimen literario que parece, a ratos, roído y polvoriento.

Juan Ramón Rodríguez

Músico a tiempo parcial. Escritor en los días de fiesta. Sé leer y escribir, mal que pese.