Una madre acaricia a su hijo adulto. Él se zafa, escapa de esas manos que le apremian. La madre guarda el reproche en un silencio, sonríe resignada. Parece que se diga a sí misma «es ley de vida».
Los gestos de la madre que recrea Isabel Ordaz en He nacido para verte sonreír contienen ese afán materno que el público reconocerá con ternura. Pero es una entrega infructuosa. Su hijo (Fernando Delgado-Hierro) se ha ido a un mundo propio, un espacio de música y de luz pero falto de palabras. Mientras, la madre revolotea en un soliloquio que a ratos es memoria, a ratos reproche, a veces ocurrencia e ironía.
Tengo un hijo que se volvió loco
Con texto del dramaturgo argentino Santiago Loza y dirección de Pablo Messiez, esta producción del Teatro de La Abadía e Ignacio Fumero Ayo sitúa la acción en el compás de espera de una madre y su hijo. Aguardan a que llegue el marido y padre para trasladar al joven a un hospital psiquiátrico. No se sabe la dolencia del muchacho, solo que algo le ha alejado para siempre de la realidad, y sobre todo, de la palabra.

En ese tiempo que se desgrana, que se estira y acorta, insoportable, esperan en la cocina los dos personajes. El tictac del reloj, el zumbido intermitente de la vieja nevera acompañan el discurso de la madre. Un texto que se despliega en metáforas cotidianas: el agua, la ropa limpia que da la bienvenida al cuerpo recién duchado, un colchón que aguanta el peso de los cuerpos y se vuelve testigo gastado de la convivencia. Una madre que se explica ante su hijo y retrata una vida que ahora se antoja incompleta. Una mujer que se mira las manos vacías. El peso de una educación tradicional y castradora y, en medio, la maternidad, la simbiosis con el hijo. Una mujer conmovedora, desamparada, y a la vez, nada pusilánime, valiente, tirana a veces, en su relación soberbia con Laurita, la criada, personaje latente en la escena que, sin embargo, refuerza la soledad del personaje.
El hijo acompaña con su presencia imprevisible el discurso. Rebotan las palabras en su presencia: «Mírame» pide la madre, «¿dónde estás», inquiere, sin respuesta. Solo en dos ocasiones consigue el público entrar en el universo del joven y es la música la que actúa como puente. Loca embriaguez, dulce sueño, canta el aria, y acompaña finalmente la marcha el bolero «Sin ti».
Isabel Ordaz asume todo el texto de la obra con una interpretación magistral. Salta sutil del registro más dramático a destellos de humor que alivian la tensión del discurso. Ejecuta su papel con elegancia y naturalidad, retratando el sufrimiento materno con gran presencia escénica. Mientras, Fernando Delgado-Hierro juega el difícil papel de figura al margen. En un contenido ejercicio gestual su personaje se mueve por el límite del escenario y de la propia trama, como una presencia triste y desconcertante.

La puesta en escena es sobria: se sitúa en una cocina acogedora, un poco desvencijada, pasada de moda; como la ropa para andar por casa. Una nevera vieja que zumba, un ventanal que se asoma a un campo ya seco, en otoño. El sol de final de tarde filtrándose por la ventana acompañando el discurso de la madre. Un espacio intimista como lo es la misma obra: un universo lírico, delicado.
Con todo, no es esto incompatible con su gran fuerza dramática, con el peso de los temas que plantea: la maternidad, la dependencia y el apego, la presión social y el el desconcierto ante las expectativas incumplidas.
«Una perlita delicada y feroz», como la describe su director, Pablo Messiez.