Hablar sobre las bases de un movimiento tan generalizado, que abarca tantos ámbitos y materias, y que se prolongó a lo largo de más de tres decenios es, cuando menos, complicado. Precisamente por eso, la intención de este artículo no es otra que echar un vistazo al comienzo de la psicodelia.

Aunque, en algunos casos, el significado etimológico de las palabras pierde valor conceptual con el transcurso del tiempo y del uso, en el caso del término «psicodelia» (psychedelia en su originario inglés) lo conserva. Las palabras griegas que la componen son psyche (ψυχή) que significa «alma» y diloun (δηλοῦν) que podría interpretarse como «manifiesto» o «manifestar». Humphry Osmond, psicólogo británico, acuñó por primera vez el término en 1957, definiéndolo como «aquello que el alma manifiesta». Curiosamente, fue el propio Osmond quien proporcionó varias dosis de mescalina a Aldous Huxley en 1953, y este, basándose en la experiencia con uno de los alcaloides alucinógenos más potentes del mundo, escribió Las puertas de la percepción en 1954.
Habrá quien describa la psicodelia como parte de un movimiento contracultural cuyo desarrollo tuvo especial relevancia entre 1965 y 1975, lo que nos remitiría al movimiento hippie y a uno de sus máximos exponentes mediáticos, Timothy Leary. Otros quisieran referirse a Albert Hofmann para empezar a hablar de psicodelia, aludiendo a momento en el que sintetizó la LSD por primera vez, en 1938. Sin embargo, si nos remitimos a la creación del pensamiento, a la argumentación, propiamente dicha, de este movimiento, no existen otros orígenes que los literarios.

En la década de los cincuenta ocurrió algo maravilloso, un conjunto de pensadores americanos se unieron para dar lugar a la «generación beat». Todos compartían una visión caracterizada por la repulsión hacia el poder establecido, el uso de diferentes sustancias psicoactivas para el conocimiento personal, el desarrollo del pensamiento, del libertinaje y de la desinhibición sexual como contestación a los valores clásicos y el concienzudo estudio de las diferentes filosofías para una posterior aplicación mediada en Occidente. Esta generación nació arropada por otro concepto, el de la beatitud. Fue Jack Kerouac quien, en 1959, la asoció a esta concepción en relación a la naturaleza de la conciencia, la meditación, el diálogo interno y el pensamiento oriental.

Si tuviéramos que resaltar a sus máximos exponentes estaríamos de nuevo ante una tarea complicada, pues el propio Huxley se halla excluido de esta generación por su origen inglés, siendo contemporáneo y, quizás, uno de los pilares fundamentales del pensamiento psicodélico. Lo que suele decirse es que Allen Ginsberg, William S. Burroughs y, especialmente, Jack Kerouac fundamentaron los pilares de la generación beat y, al mismo tiempo, constituyeron la semilla que eclosionará a lo largo de esta década y crecerá sin cesar hasta finales de los años setenta, dando lugar al movimiento hippie y sentando las bases literarias y científicas para autores como Ken Kesey, Carlos Castaneda y Terence McKenna.
Si queremos aprovechar este acotado espacio, debemos olvidarnos de Huxley por el momento; dejemos también de lado los poemas de Gingsberg y pospongamos el almuerzo de Burroughs, para hablar de la obra que se convirtió en pilar de este movimiento, del libro que muchos han designado «la biblia de los hippies», novela que Kerouac tituló On the road (En el camino) y que representa la génesis del pensamiento psicodélico.
Escrita en 1951 y publicada en 1957, es una obra reconocidamente autobiográfica que narra los viajes del autor y sus allegados a lo largo de Estados Unidos y México, provocando, con ello, la posterior mitificación de la Ruta 66. Una significativa parte de los lectores del libro afirman que no encuentran ese contenido profundo y trascendental que la convirtió en obra de culto y que continúa promoviendo la reimpresión de más de 100.000 copias al año, sino, más bien, una simple narración de las variopintas andanzas de un grupo de amigos singulares.

Kerouac es tan hábil, tan diestro con la máquina de escribir, que es capaz de narrar una historia sencilla, una aventura contemporánea, y envolverla con una confrontación filosófica a los grandes pensadores de su siglo. Moverse y no parar de alimentarse, intelectual y espiritualmente, es lo único que realmente importa en En el camino. Precisamente aquí es donde radica todo su encanto, donde la narración se convierte en el testimonio de una generación despierta, inconformista y revolucionaria, una generación que ya no concibe un mundo planificado, repleto de horarios y obligaciones.
La obra es la visión desprejuiciada de una realidad muy diferente a la que estamos habituados. En el camino es libertinaje, libre pensamiento; es drogas, vivir por el simple hecho de vivir y disfrutar eligiendo cada momento; y, también, es ciertas dosis de caos, de ese caos originario que conforma nuestra propia existencia como seres humanos, como partícipes del universo caótico y arbitrario en el que vivimos.