Con el supuesto hallazgo de los huesos de Cervantes hace unos meses y el anuncio de que en septiembre comenzará una nueva búsqueda de los restos de Lorca, España se va pareciendo cada vez más a ese circo lúgubre que anunciara Mariano José de Larra y pintó definitivamente Valle-Inclán. Ochenta años después la muerte de García Lorca, nuestra cultura está demasiado acostumbrada al mito-muñeco, que es aquel con el que se juega siempre que se tienen ganas pero al que no se conoce demasiado bien. El año Lorca en el año Cervantes (este 2016 del desgobierno) era una oportunidad única para sacudirnos clichés y hacer algo verdaderamente grande, pero de nuevo no pudo ser. Hemos atravesado el centenario del fallecimiento de Cervantes sin ver nada que no sea un puñado de gestos de última hora y moderneces antiguas (¡Hagamos Cervantes en rap!), y el de Lorca transita por el camino de siempre: de símbolo político en símbolo político como si fuera un zombie de la tragedia de las dos Españas y no el mejor escritor español del siglo XX.

Con una intelectualidad agazapada en la mención de lo que ya se sabe y la declaración de lo que todo el mundo conoce, vamos camino de convertirnos en el primer país del mundo que construye su historia de la literatura desde lo forense, en lugar de la filología. El empeño en localizar los restos de ambos no hace sino asociar su nombre a la muerte, cuando deberíamos luchar por garantizarle la única vida eterna con la que puede soñar el escritor, que es la de su obra: iluminar a todo el mundo desde sus textos, y no seguir en el oficio de plañideras de la intelectualidad. Recordar la ignominia de la muerte de Lorca a cada paso y en cada artículo es un hecho político legítimo (por verdadero), pero uno siempre echa de menos acciones que dirijan hacia su obra, no hacia su muerte. Cada día echo más de menos a Umbral, entre otras cosas porque la realidad se va tornando cada vez más umbraliana, y esta España más forense que cultural, o de cultura forense, me parece imbuida de esa poética de la tristeza que él tan bien sabía imprimir a su prosa. Estoy convencido de que este 2016 de nuestra pasión por la literatura y la muerte habría provocado en él columnas antológicas, inolvidables. Nos dejó alguna pista, no obstante: en su delicioso Lorca, poeta maldito (cuando apenas había comenzado la que después fue una ingente producción), el madrileño nos venía a decir que la historia de la literatura española no es más que un espejo de la del pueblo español: sorprendente, ineficaz y sangrienta.

En este gran circo de búsquedas osarias, que ha tomado muy en serio la empresa de sustituir el estudio, lectura y difusión de nuestros autores por la historia de los cadáveres literarios, el periodismo también ha tenido su función imprescindible, con los medios informándonos cada día de que no se encontraba nada. Porque si la cobertura de la búsqueda de los restos de ambos escritores se ha caracterizado por algo todo este tiempo, ha sido por compartir un rasgo que quedará para las generaciones venideras como la corriente que supera al postmodernismo en la información y que tiene que ver con esa teoría de la abundancia de Veblen que debería ser materia obligatoria en la ESO. El exceso de información, en el periodismo, al final genera superabundancia de la expresión, y su máxima manifestación llega cuando un periodista informa sin tener nada que decir. «Vamos a informar ahora mismo de que no se ha encontrado nada», se brama en las redacciones, y un segundo después están en antena. La lógica de ofrecer detalles sobre lo poco que se sabe es la misma que justifica enviar un periodista a Écija un 15 de julio para confirmar a los televidentes de que «Efectivamente, hace calor» o a mandar a otro fulano a comprobar empíricamente (cucharada en la boca mientras se habla) que la paella valenciana es una delicia. Ya sabemos que en ciencia la ausencia de resultados es un dato, pero eso en el periodismo es gula.
Uno ya está acostumbrado a desayunarse cualquier mañana con el testimonio de alguien que conoció a alguien que conoció a Lorca y a quien le fue confiada la historia de dónde se enterró al maestro y por qué lo mataron. Nos preocupa la memoria, se dice. Una vez preguntaron a un autor inglés que preparaba una autobiografía si no le abrumaba escribir unas memorias, por lo que los demás pudieran pensar de lo que en ella dice, y el autor respondió con la sencillez y sentido común de las personas verdaderamente inteligentes: «No me preocupa el contenido de mis memorias, sino las de los demás.» La balanza cultural de este país metido a forense de lo literario acabará por quebrarse del todo el día en el que haya más personas escribiendo sobre Lorca que leyéndole, y en esas estamos.

A Umbral también le gustaba hablar de lo que él llamaba la beatería científica, y dedicó textos maravillosos a denunciar la cantidad de crímenes contra la moral y el buen gusto que se realizan en la sociedad contemporánea amparados en ese término tan deliciosamente elástico que es el conocimiento. Hace un tiempo, el British Museum publicaba un comunicado en el que defendía la exposición de momias en sus salas -al fin y al cabo exhibición de seres humanos en esa especie de parada de la muerte que es la momificación- argumentando que «la investigación de las momias ha permitido avanzar en el conocimiento de la historia de las enfermedades, epidemiología y la biología humana», algo que, pese a estar redactado en ese inglés de Oxbridge que le dota de un principio de autoridad permanente, cuesta entender como justificación para que esos cuerpos permanezcan en vitrinas ante la vista de cualquier visitante al museo. Jean Canavaggio, uno de los mayores especialistas en Cervantes del mundo, declaró en mayo de 2016 que la búsqueda de los restos del clásico había sido «un desperdicio». En octubre de 2015, Laura García Lorca afirmaba con vehemente simplicidad que los familiares no necesitaban saber «cuántos tiros dieron a Federico». La voluntad de la familia parece ser que se deje de excavar, pero ya se sabe que en la sociedad de la información con las voluntades pasa como con los titulares: que duran muy poco. Ahí está la cuestión del conocimiento, como un parapeto que sirve para las momias, las iglesias de Madrid o las fosas comunes. De manera que vamos de cabeza a una nueva excavación para encontrar los restos del poeta. En estos días de excavadoras en Víznar, un amigo bien informado y malpensante (como cualquiera que esté bien informado) me dice que le dan mucho miedo las personas que se atreven a llamar a Lorca simplemente Federico. De modo que prepárense para tiempos en los que se hable de los disparos a Lorca y en el que Cervantes siga siendo un misterio biográfico, pero no esperen mucha conversación sobre su obra.
Un país sin ministerio de cultura se lanza a la búsqueda de los restos de sus clásicos, con más gente dispuesta a informar sobre ello que a leer sus textos. Y mientras los libros, en las bibliotecas.