P’tit Quinquin: una particular visión del horror

Se torna cada vez más complicado encontrar ficciones seriales que logren aportar frescura y renovación al medio. Obras con capacidad de nutrir el prestigio que, desde hace un par de décadas, la televisión ha alcanzado. A este selecto grupo se ha incorporado recientemente la singular P’tit Quinquin (Bruno Dumont, ARTE, 2014).

P’tit Quinquin y la aproximación al detalle: la sombra lynchiana

La trama se ambienta en los parajes rurales de Boulogne-sur-Mer, al norte de Francia. Bruno Dumont, su realizador, ofrece una mirada atávica del lugar, capaz de trascender cualquier superficialidad, escarbando en las entrañas de la Francia profunda para encontrar la cara oculta que enturbia cualquier rasgo de idealización en el espacio físico. No es un ejercicio de abstracción, sino de arqueología fílmica. Una aproximación completamente física, puesto que es la propia cámara la encargada de poner ese reverso oscuro al servicio de la ficción.

Así, en el final del segundo episodio, el inspector Van der Weyden y su compañero Carpentier, hallan el segundo cadáver de una serie de asesinatos cometidos en la pequeña población. El cuerpo yace en el interior de una vaca, tal y como ocurre en el primero de los casos. El animal donde encuentran a la primera víctima es mostrado desde el aire, sujeto a un helicóptero que rescata a la res de un búnker.

A lo esperpéntico del modus operandi del asesino, se le añade un detalle todavía más perverso: la víctima no tiene cabeza. Van der Weyden expone todo su interés en recuperarla, aunque será la cámara, distanciándose del espacio central, quien descubra el rostro de la asesinada entre hierbajos. Detalle que remite, ineluctablemente, a la filmografía de David Lynch.

P’tit Quinquin
Intro de la serie: ilustración, luego reproducida en la trama. El helicóptero transportando a una vaca, con un cadáver en su interior

Al igual que la oreja putrefacta en Terciopelo Azul (Blue Velvet, David Lynch, 1986), la cabeza humana en P’tit Quinquin se observará a partir de ese ejercicio de proximidad visual. Una autonomía de la imagen con respecto a los personajes y trama principal, para conquistar el detalle que traiciona la aparente placidez del paisaje.

Ruptura con el argumento central y desdramatización de la tragedia

La repulsión de los crímenes no desahucia, sin embargo, el espíritu cómico de la serie. Un humor basado en el absurdo, sustentado a partir de pequeñas acciones extravagantes que traban la narración principal. Al final del primer episodio, por ejemplo, el funeral por la primera víctima de los crímenes del pueblo se convierte en una fuente de sucesos irrisorios, corrompiendo la solemnidad de la misa.

En la parroquia se encuentran, sin explicación aparente, un hombre ataviado con un pasamontañas, un grupo de majorettes o una chica que en el acto muestra sus dotes para la canción pop. También un micrófono juguetón que impide oficiar con normalidad la ceremonia a los dos sacerdotes que, cómplices de las bromas del monaguillo Quinquin, el pequeño que da nombre a la serie, son incapaces de resistir la carcajada. Todo ello, al compás de un organista que, efusivamente, se encarga de la aportación musical.

En P’tit Quinquin, el drama se banaliza. El humor, tan abstracto como descabellado, genera en el espectador una sensación de “extrañamiento” con respecto al argumento central, constantemente interrumpido por pequeños gestos delirantes. Desde la aparición de un niño misterioso disfrazado de Spiderman intentando, y consiguiendo de manera inverosímil, trepar por las paredes, pasando por el torpe vagabundeo del trastornado tío del pequeño Quinquin. O los propios tics faciales del agente Van der Weyden. La serie emplea, a partir de estos detalles, un distanciamiento brechtiano ante la tragedia, que transgrede la naturaleza convencional del género policiaco al que se adscribe.

El humor disparatado de P’tit Quinquin: el camino para retratar una sociedad

Alejándose de los cánones, Dumont no prioriza la investigación criminal. De hecho, los agentes Van der Weyden y Carpentier no logran recabar ni una sola pista con la cual buscar al autor de los múltiples asesinatos. El objetivo del director es dibujar el retrato antropológico de una zona rural, las costumbres arcaicas y comportamientos excéntricos de sus habitantes, el hermetismo social, y, especialmente, el racismo como mal endémico.

P’tit Quinquin
Los singulares agentes Carpentier y Van der Weyden son incapaces de averiguar la identidad del asesino

El componente paródico en P’tit Quinquin es tan solo el camino para aproximarse crítica e irónicamente a la realidad de un lugar inhóspito. Bajo esta pretensión, el relato economiza progresivamente el humor disparatado y las rupturas grotescas con la trama. Su hueco lo ocupará el inmovilismo y la resignación de un pueblo pintoresco, sin respuestas que aportar, ni intención activa de reclamar justicia ante el crimen.