The Crown, de Netflix, es uno de los hitos seriéfilos de los últimos años. La serie británica ha sido creada por Peter Morgan, guionista de The Queen (2006), y dirigida en muchos de sus capítulos por Stephen Daldry, director de Billy Elliot (2002), El lector (2008) y Las horas (2002). Por tanto se le presupone la calidad. Y la tiene.
Pero lo impresionante de la serie no es su calidad, sino su tono. Para quien no lo sepa, recrea todo el reinado de Isabel II de Inglaterra desde 1952, año de su ascenso al trono, hasta nuestros días. Y por lo que lleva avanzada, que más o menos es hasta 1965, la serie no se anda con chiquitas para destacar los aspectos buenos y menos buenos de la Familia Real británica.
Cómo hablar de personas Reales haciéndoles reales
Que quede claro que no se dedica tan sólo a ponerlos mal. No es demasiado crítica con la monarquía en sí misma. Pero sí descubre a la Reina, a su hermana Margarita, a la Reina Madre, a Churchill y al resto de la clase política inglesa y, sobre todo, al consorte de Isabel, Felipe de Edimburgo, como lo que son. Esto es, seres humanos. Con sus virtudes y defectos. Con sus grandezas y vilezas.
Así, no muestra ningún reparo a la hora de hablar del apego a las faldas no regias de Felipe de Edimburgo. O del carácter díscolo y frívolo de la Princesa Margarita. O para mostrar a la Reina y su cónyuge inmediatamente después de tener relaciones sexuales. Porque es de suponer que las tenían. E incluso, en la primera temporada, en una escena se insinúa una felación de la soberana a su marido. Que es de suponer que también lo harían. Como cualquier matrimonio humano.
Todo ello, cabe decirlo, rodado con estilo y sin querer hacer escarnio gratuito sobre la Familia Real. Casi todas las cosas que de las que se tratan tienen relevancia para la historia o para la descripción de los personajes. No es una serie amarillista en absoluto.
¿Y si lo hiciéramos aquí?
Y cabe preguntarse si esta serie sería posible en España. Y la respuesta más plausible es que no.
Porque no había más que ver Isabel, la serie de Televisión Española. Porque, siendo un producto de calidad como era y que reflejaba con bastante precisión un momento histórico de nuestro país, pecaba de dar una versión edulcorada de la relación familiar de los Reyes Católicos. Y es que a poco que uno lea sabrá que Isabel y Fernando montaban tanto y demás; pero amor, lo que se dice amor, no había.
Y eso fue hace quinientos años. Y en The Crown se trata de la vida de una reina en ejercicio. Y en un país tan tradicionalmente monárquico como el Reino Unido. Porque lo más importante en esta serie es reflejar la historia reciente del país. La cual, al menos al comienzo del reinado de Isabel II, con la II Guerra Mundial recién terminada y con multitud de cambios sociales y políticos, resulta apasionante.
Como apasionante podría ser una serie sobre el reinado de Juan Carlos I. Se trata de un etapa clave de la historia de nuestro país. Empezando por la relación del Rey emérito con su padre a raíz de la sucesión de Franco. Siguiendo con todo el periodo de transición a la democracia, con sus luces y sus sombras. Y acabando por la inevitable decadencia y deterioro de Juan Carlos como monarca.
Porque sí, habría que poner momentos vergonzantes o menos claros de su reinado. Como en The Crown se habla de los líos de faldas de Felipe. O de que Churchill en su último mandato no era más que un pobre viejo que sólo se valía de su carisma anterior. O el matrimonio de semiconveniencia de la Princesa Margarita. O que una de las actuaciones más celebradas de Isabel II vino dada por pura envidia hacia Jackie Kennedy.
Pero no parece que eso pueda suceder en nuestro país. Hay que reconocerles a los britsh que ahí nos ganan por la mano. No es probable que nadie presente a una televisión una serie en la que se hablara, además de los buenos momentos de la Familia Real, de cosas como el viaje a Botswana. O de la vida disoluta tanto del Rey como de Jaime de Marichalar. O de los líos de la Infanta Cristina e Iñaki Urdangarín de con la justicia. Se quedaría en la visión neutra y blanca que siempre se ha emitido por Televisión.
Y con todo esto cabe preguntarse el grado de madurez que tiene España. Porque no parece propio de una democracia madura y estable, como en muchos aspectos lo es nuestro país, el no ser capaz de criticarse a sí misma. O al menos el hacer una reflexión seria y honesta sobre sus instituciones, con sus virtudes y defectos y sin caer en el maniqueísmo habitual español.
Y, sobre todo, que esa reflexión sea pública. Y poder sacar a luz lo que hasta ahora sólo se ha conocido a través de libros especializados o, lo que es peor, de la rumorología.