Sala de Espera: Ferrocarril Santander-Mediterráneo, el tren que tenía vértigo del mar

Vía ancha y uno de los proyectos ferroviarios más desmesurados de este país, un país donde, dicho sea de paso, abundan los proyectos ferroviarios desmesurados. No tuvo tan mala suerte como el Baeza-Utiel pero casi, porque si bien funcionó en la mayor parte de su recorrido, se quedó sin ser completado, lo que no impidió que se enterraran un buen montón de millones de pesetas (en un momento, la inmediata posguerra, en el que las pesetas eran una cosa muy seria) en un larguísimo túnel que no desembocaba a ninguna parte. Y no es una metáfora, porque el túnel de La Engaña, bajo la Cordillera Cantábrica, iba a ser el túnel más largo de España (siempre con premiso del túnel de Canfranc, que como sabemos es mitad francés), y lo fue, porque el túnel se terminó. Se terminó pero no llegó a usarse nunca, al menos no para el paso de los trenes, aunque según se cuenta algunos camioneros de la zona lo utilizaban como una ruta alternativa al Puerto del Escudo.

Y digo “lo utilizaban” en pasado, porque hace ya bastantes años un derrumbamiento en su zona central cortó definitivamente toda posibilidad de paso entre las dos vertientes, y el mar quedó cerca, pero invisible. Se puede oler, se puede intuir, pero no se llega a distinguir en el horizonte, y la vía, la vía que no llegó a tenderse, se quedó al otro lado de la sierra, en el lado de la meseta, en el lado que le corresponde a este tren meseteño, de secano, duro y decidido, pero sin astucia, porque no temía a las montañas, ni a las estepas, ni a las nevadas ni al aullido de los lobos, pero se perdió en otros túneles más oscuros, los túneles de los despachos, los túneles de los expedientes y los acuerdos confidenciales, los túneles burocráticos y sumisos del dinero de los que no querían que otros hicieran dinero.

“Los ingenieros lo construyeron, los políticos lo mataron”, decía una pintada. Sí. Era un tren valiente, pero impaciente. Como un perro ártico dispuesto siempre a tirar de su trineo, al que le condenan a esperar y esperar y esperar una orden de salida que no llega nunca, fue perdiendo su entusiasmo, su fuerza, a medida que empezó a descender hacia el mar. Y la bruma del norte y sus bosques húmedos se lo tragó. Y luego le llegó el vértigo, el vértigo del vacío, de la nitidez, del cielo que se pierde en un espejo líquido. El vértigo del mar.

Pero el Santander-Mediterráneo era mucho más que una nueva conexión ferroviaria con Santander. Era la unión de Castilla-León con Aragón y con Valencia, incluso era la unión de importantes ciudades castellanas, para empezar la vía más directa entre Burgos y Soria. Esas tierras sí tuvieron la suerte de ver pasar los trenes, al igual que el tramo entre Burgos y las primeras estribaciones de la Cordillera Cantábrica, con final provisional (que luego fue definitivo) en Villarcayo, si bien al principio de su construcción y durante un corto tiempo los trenes continuaban hasta Cidad-Dosante, ya casi en la entrada del túnel de La Engaña. Y si nos acercamos al Mediterráneo, este tren permitía enlazar las altas tierras de Soria con el nudo ferroviario de Calatayud, uno de esos nudos ferroviarios que el cierre de líneas y los cambios en los transportes han mandado a la cuneta de la historia.

Luego ya era cuestión de continuar hasta Teruel por el amplio valle del Jiloca y luego lanzarse a tumba abierta hasta el mar, que alcanzaba en Sagunto. El Mediterráneo es un mar que engaña. Parece inofensivo, pero tiene su historial de naufragios y algunos son tan terribles como los del Atlántico o el Pacífico, aunque sin la misma publicidad. Por eso este tren, a diferencia de su compañero tramposo, el minero de Ojos Negros, giraba rápido en Sagunto y no llegaba a la playa.

Las dos vías bajaban juntas, entre bromas y carreras y alguna que otra zancadilla. Se habían encontrado en el Puerto de Escandón, a más de mil doscientos metros de altura, y ya no se iban a separar hasta salir del estrecho valle del Palancia. De aquellos ferroviarios que contaban historias heroicas y temerarias ya no queda más que unos pocos libros, muy pocos, que intentan darles el lugar y la dignidad que no tuvieron. Los que soñaban con ir de mar a mar, de cielo a cielo, se quedaron sin su sueño.

Los que querían escapar del calor y la sequía, se pudieron en la humedad de un archivo administrativo. Y como siempre, perdidas entre las peñas y los barrancos, quedan algunas estaciones. No sé sabe cómo ni para qué. Pero quedan. Como monolitos ancestrales cuya existencia nadie cuestiona pero nadie estudia. Ahí están. Delante nuestro. Y la mayoría de las veces, ni las vemos.